domingo, 12 de octubre de 2008

Viaje a París (y XII): El eterno palíndromo



La gran pirámide de cristal y el Louvre

Continué mi largo paseo por el centro de París a través de los Jardines de las Tullerías. El término de las Tullerías penetra directamente en el Museo del Louvre, en el recinto que alberga la gran pirámide de cristal, que sirve de entrada al museo. La gente se agolpaba a su alrededor, atraídas por la lectura de noveluchas de misterio esotérico, como hormigas alrededor de unos despojos. Yo pasé de largo y atravesé los patios interiores del Louvre hasta llegar al Patio Cuadrado. De allí me dirigí, por la salida lateral, al Puente de las Artes, inmortalizado por Cortázar en Rayuela. Desde el puente bordeé la Isla de la Ciudad hasta llegar a la Plaza de St. Michel y al fin a la catedral de Notre Dame.



Vista lateral sureste de Notre Dame desde la orilla del Sena

Caí rendido en un banco frente a la catedral, que se erguía majestuosa sobre el cielo blanco azulado. El paseo desde el Arco del Triunfo me había llevado más de dos horas, que fácilmente supondrían unos cinco kilómetros de recorrido. Así que en el banco me quedé, recuperando el resuello, mientras contemplaba la fachada oeste de Notre Dame. Sabía, sin embargo, que si Notre Dame era extraordinaria no era por aquella fachada, que es la imagen más popular de la catedral, sino por todo lo demás, por sus laterales y su parte trasera, la que mira al este. Es precisamente ésta la distinción entre la dualidad de influencias estilísticas que se aprecian en el monumento: ciertas reminiscencias del románico normando, con su fuerte y compacta unidad, en la fachada principal; y en el resto de la construcción, la evolución arquitectónica del gótico confiere al edificio un aspecto sombrío, siniestro y mágico, como de cuento de hadas, presente en los trazos picudos de la edificación, de matices grisáceos y pesarosos, de arcos ojivales, de finas y alargadas columnas y de cúpulas estilizadas. El esqueleto de soporte estructural es visible desde el exterior, lo que le da una apariencia un poco grotesca, como de esqueleto de un animal prehistórico colosal. En París esto es algo que sucede a menudo, se disfraza la decadencia, muchos monumentos tienen su cara amable, la que muestran al público, pero luego está la cruz de la moneda que pocos buscan, aquélla que está ennegrecida por el deterioro y el moho, y que suele dar a una calle trasera, decuidada y harapienta. No es el caso de Notre Dame, su estado no es en absoluto ruinoso, pero prefiere uno estas otras caras de la moneda, que resultan un tanto lúgubres y que poseen más encanto, más poesía, de la misma forma que siempre encontré mayor placer en las caras B de los singles de música.



Vista trasera oriental de Notre Dame

Sin darme apenas cuenta, había vuelto al mismo lugar en el que comencé este viaje a París. Observé nuevamente, desde el banco donde descansaba, el mojón al que me había subido para buscar a Maluba y Laura. Todo pasa, todo llega y se va. A veces es complicado sustraerse a la melancolía del pasado, aunque sea del más inmediato.

Me incorporé. Faltaba alrededor de una hora para la una del mediodía, así pues me despedí con mirada triste de Notre Dame mientras me alejaba de allí en dirección al metro, camino de la estación de autobuses. Pasé de nuevo al lado de la fuente de San Miguel y el Caído. Aquella escultura fue lo primero que vi de París. También fue lo último, antes de que los ínferos volvieran a engullirme por la misma boca de metro que hacía tres días me había escupido por vez primera. Hice el trayecto opuesto hasta llegar a la parada de Galliéni, en la estación de Charles de Gaulle. De nuevo me subí en el autobús que me llevaría, tras diecisiete horas de viaje nocturno e insufrible, hasta Madrid. Y una vez allí, sacar otra vez el billete para Pozoblanco. Para mi sorpresa, en el autobús volví a encontrarme con Matías, con quien había coincidido en el viaje de ida a Madrid, y que, como yo, también regresaba de su Nochevieja precisamente ese mismo día, que ya es coincidencia. Cosas de la danza de la realidad y sus causualidades. El círculo parecía querer cerrarse. Todo se repetía, aunque en sentido inverso, como un número capicúa. Tal vez Nietzsche tuviera razón cuando decía aquello del Eterno Retorno, de que todo acaba repitiéndose, que el mundo es inmutable y perdurable con el transcurso de los años y los siglos, que la existencia es circular, cíclica, pendular, o que, como decía Azorín, vivir es ver volver, y que nuestras vidas vienen a ser eso, algo así como un palíndromo caprichoso que nos pasamos leyendo de delante atrás y de atrás adelante durante el resto de nuestros días.

Viaje a París (XI): A la deriva

Las chicas se marcharon por la mañana temprano. Las nubes parecían pinceladas con acuarelas de tintes violáceos en el cielo cuando me despedí de ellas en la estación de autobuses que llevaban a los pasajeros al aeropuerto. Hacía un frío de mil demonios. Me quedé allí, como un pasmarote, agitando la mano al autobús que se perdía entre la niebla matinal de aquel día que comenzaba a desperezarse. Maluba y Laura, que habían contratado este viaje hacía tres meses, hicieron los trayectos de ida y vuelta a Madrid en avión, pero a uno, que acordó a última hora, no le quedaba otra que marcharse tal como había venido: tragándose sus diecisiete horas de autobús. Sin embargo, tenía que estar en la estación a la una del mediodía, y hasta entonces tenía toda la mañana por delante. Ya habría tiempo después de llorar las penas.




El Puente de Alejandro III

Me metí en el metro y creo que me quedé traspuesto un par de horas, mientras el tren me llevaba dando vueltas en círculos por París. Entonces me desperté: eran las nueve, perfecto. Necesitaba un café. Salí al exterior por la boca de metro de Invalides y crucé el Puente de Alejandro III. Encontré un bonito café al doblar una esquina de la avenida de Roosevelt, cerca de los Campos Elíseos. Estaba muy cansado, la noche no había sido pródiga en sueño, pero un buen lavado de cara con agua fría, un café y un par de bollos de leche que llevaba yo en la mochila me entonaron lo suficiente como para arrostrar la nueva jornada, la última en París. Por supuesto, casi me da un síncope cuando el estirado camarero me trajo la cuenta: cuatro euros por el café.



El Arco del Triunfo

Maluba, que nos hizo las veces de guía en nuestro tour parisino, nos había mostrado la ciudad por zonas y barrios, y he de decir que lo hizo muy bien, de manera que habíamos visto el centro de París por partes. No obstante, me apetecía recorrer el centro de la ciudad en toda su extensión, a lo largo, desde el Arco del Triunfo hasta la catedral de Notre Dame, de modo que a ello dedicaría aquella última mañana. Me hallaba en los Campos Elíseos, al lado del Arco del Triunfo, así pues encaminé tranquilamente mis pasos a lo largo de los Campos hasta la Plaza de la Concordia, aquélla que hace un par de siglos se llamara la Plaza de la Revolución, esa misma en la que fueron decapitados Luis XVI y María Antonieta. Eran aquéllos tiempos de pocas concordias. Me detuve ante el obelisco para admirarlo de cerca. Unos 3.300 años me contemplaban imponentes y orgullosos, aquellos jeroglíficos de reflejos dorados cincelados en la piedra habían visto incontables guerras.



La Plaza de la Concordia

Hubo un momento en el que me perdí, literalmente, por entre las calles anejas a la Plaza de la Concordia. Caminaba sin plano, lo había perdido hacía un par de días, sería porque su ayuda no resultaba del todo necesaria. Tampoco me importaba ir un poco a la deriva, tenía tiempo todavía incluso para perderme, de manera que tampoco pregunté a los viandantes por mi destino. Pensaba entonces en el verso aquél del poeta que decía aquello de sólo soy yo cuando estoy solo, y no le faltaba razón, uno ve la vida con otros ojos cuando está solo. No es que agradeciera la ausencia de las chicas, al contrario, más bien las echaba de menos, pero parece como si en soledad todo se viera de modo distinto, interioriza uno más las sensaciones y es capaz de absorber hasta los detalles más nimios, como si prestara más atención a cuanto le rodea. Cuando se está solo se es una isla en medio del océano, el horizonte se expande, se hace infinito.

Continué mi camino por los Jardines de las Tullerías, dejando atrás la famosa noria, mezclado entre los paseantes y las esculturas paganas de los márgenes de los pensiles. A pesar de la desolación invernal, la belleza del lugar era ciertamente poderosa, clara, enfática, apasionada, exultante e insultante. París posee una rara característica de grandiosidad que no tienen otras ciudades, salvo Roma. Rodeado de arquitectura renacentista y neoclásica, de edificios suntuosos, recargados hasta rayar el barroquismo, de estatuas clásicas y magníficas fuentes por doquier, y de vastos jardines que se extienden hasta donde la vista alcanza, uno no puede por menos de admirarse ante tanta exuberancia, sin que por ello cese la abrumadora sensación de suficiencia, altivez y desdén de una ciudad que nació con vocación de ser venerada.




Los Jardines de las Tullerías

Viaje a París (X): Café sans lait en el barrio judío

Si alguien me preguntara a qué huele París no dudaría demasiado en responder que por todas partes flota el olor a comida. Va uno paseando por sus callejuelas y le sobreviene el aroma a pan recién hecho, y dos metros más allá huele a kebab y especias provenientes de algún pequeño restaurante turco, o de repente le envuelve a uno el olor a crêpes, croissants y gofres, y a los pocos pasos le llegan efluvios de castañas asadas. Rara es la esquina que se escapa a la tiranía de los olores a comida, tiene uno que alejarse de los lugares transitados, rodear recovecos y subir cuestas empedradas para inspirar algo de aire virgen, pero tal vez ese aire no sea el de París.

Sin embargo, la capital francesa también exhala fragancia de café, que, si bien no es tan fuerte como la de la comida, se manifiesta más visualmente, en forma de cafés, bares y terrazas que son tan típicos en París como dar una vuelta en góndola en Venecia, montar en rickshaw en Calcuta, ascender la colina Acrópolis en Atenas, recorrer en faluca el Nilo o tirar la moneda a la Fontana di Trevi en Roma: son cosas que el viajero tiene que hacer en todos esos lugares, y el café en París es destino ineludible. Mejor si se sienta uno al lado de la cristalera con vistas a la calle, desde donde se pueda ver a la gente pasar y evadirse con la mirada perdida en el horizonte, y mucho mejor si uno lleva consigo papel y pluma para escribir unas líneas mientras se enfría el café au lait.

El problema sobreviene, como ya he dicho en alguna ocasión, cuando el café no es meramente un placer circunstancial, sino que supone una necesidad perentoria, de rutina e ineluctable, y se encuentra el viajero con que en París cada tacita del oscuro néctar se cobra cual si fuese oro negro. Para uno, cafetero confeso e impenitente, que reconoce necesitar al menos un vaso al comienzo del día para ser persona, este hecho prometía convertirse en importante inconveniencia para su estancia en París, si no hubiera sido por la intervención de Maluba, ducha en tales lides, que sabía bien lo que se hacía. La clave estaba —está—, tome nota el interesado, en nuestros colegas los americanos. Resulta que en McDonald’s el precio del café es único y fijo en todos los países europeos, y vale poco más de un euro, y que, aunque no sabe tan bien como el que se toma entre paredes de maderas nobles con Notre Dame al otro lado del ventanal, es más asequible y está igual de calentito. Si por la tarde a uno le da ataque y antojo de sibaritismo, y desea pagarse su café en el meollo de París, perfecto, pero primero las necesidades básicas y las espaldas han de estar cubiertas.

Aunque no era ése el caso aquella tarde. Nos dejamos llevar por la placidez de los paseos al socaire de la puesta de sol y aparecimos en Le Marais tras doblar una esquina. Fue en el Barrio de Marais donde se empezó a construir los famosos hôtel, aquellos palacetes de las familias nobles y burguesas del siglo XVI, y fue éste también el barrio que la monarquía eligió para edificar sus peculiares residencias de estilo novedoso que con el transcurrir de los años aparecería en los nuevos barrios del extrarradio del París de entonces, como Saint Germain y Saint Honoré. Además, Le Marais es la judería de París, donde con el tiempo se han ido asentando judíos ortodoxos procedentes de África y de Europa central, y prueba de ello es la cantidad de tiendas kosher, sinagogas y de centros de reunión que saltan a la vista del visitante.

Pero lo que hace de Le Marais un barrio excepcionalmente pintoresco es que, aparte de ser un barrio histórico de lujosos palacios renacentistas y lugar de residencia de la población judía parisina, es también el barrio gay, el Chueca de París.

Mientras caminábamos por la Rue Rosiers podíamos dar fe de esta singularidad. Tan pronto nos cruzábamos con turistas que concurrían en los cafés, o con jóvenes judíos vestidos completamente de negro con la kipá de rigor en la cabeza, como con parejas de chicas o de chicos paseando de la mano o agarradas de la cintura. Lo curioso es que todo el mundo aceptaba aquel collage sociológico con total naturalidad, todo casaba a la perfección, sin hormas ni calzadores.

Intentamos entrar en una pastelería para tomar café, pero la dueña, una energúmena, nos echó por estar el local atestado de turistas enlatados. Anduvimos unos metros y, al final de la calle, entramos en un bar. Nada más cruzar el umbral nos percatamos de que aquél era un bar judío. Era diferente del típico café parisino. Para empezar, porque afuera ya no se veía el más mínimo rastro de turistas. Luego, era una sala alargada, sin apenas cristalera que diera a la calle, salvo la puerta de entrada. No había madera ni espejos en las paredes, sólo paredes desnudas encarnadas. La iluminación, tenue y anaranjada, provenía de unos tubos fluorescentes sobre las paredes a ambos lados. En primer término estaba la barra, detrás de la cual estaba el dueño del bar, un hombre canoso de unos sesenta y tantos años, que nada más franquear la puerta nos miró como se mira a tres hombrecillos verdes que bajan de un platillo volante. Al fondo se encontraban las mesas, apenas cinco o seis, fabricadas con madera artificial plástica, y sillas del mismo material. En vista de que ya era demasiado tarde para dar vuelta atrás, atravesamos el local en dirección a una de las dos mesas que quedaban libres. En las otras, varios grupos de hombres jugaban a las cartas y al backgammon. Nos sentamos en el extremo del bar y esperamos a que el camarero viniera para pedir los cafés.

Los hombres, algunos con kipá, eran bastante ruidosos, sobre todo uno de ellos, que no dejaba de vociferar ante cada jugada nada más ver sus naipes. La media de edad de los habitantes del bar fácilmente rebasaría la cincuentena. Todos bebían cerveza y agua, tal vez algún whisky. Tres mujeres permanecían sentadas en otra mesa, charlando de sus cosas; vestían con ropa ajustada y mucho maquillaje. Estaba sacando ya mis propias conclusiones cuando reparé en que los que jugaban a las cartas eran sus maridos, o al menos sus acompañantes, ya que de vez en cuando se dirigían a ellas, mientras las mujeres esperaban y miraban cómo se divertían los hombres.

Viendo que nadie venía a atendernos, uno de nosotros tuvo que levantarse e ir hasta la barra a pedir los cafés au lait, si no aún estaríamos esperando en aquel bar. Resultó que no había leche. Esto es la primera vez que me ocurre después de muchos viajes, espero que no fuese Yahvé quien la prohibiera, porque ni era sábado ni habíamos pedido carne con el café. Tampoco preguntamos la razón. Café sans lait, pues.

Viaje a París (IX): Granito y mármol

Cementerio de Montparnasse. Había sido deseo expreso de Laura visitarlo, pues allí se encuentra enterrado Julio Cortázar, celebrado escritor argentino inmortalizado por su opera magna, Rayuela. Cuando las chicas me contaron que para ellas, especialmente para Laura, la parada en aquel cementerio era quizá la más importante y trascendental del viaje, se me dibujó una sonrisa entre triunfante y entrañable en la cara. Aquél sí que era un acto poético de envergadura, de gran calado y honda significancia, digno de un club como el de la Bohème Absurda. ¡Pardiez!, por las venas de Laura y Maluba acaso corriera tinta, en vez de sangre.

Desconozco si ocurre igual en otros cementerios, no ya en París, sino en el resto de Francia o en otros países, pero aquél de Montparnasse parece ser lugar frecuente de peregrinación bohemia. Dispone el camposanto en su entrada de una caseta de información turística, regentado por una señora de mediana edad tras un mostrador, sobre el cual se apilan un par de montones de folletos de información turística sobre el recinto. Cuando le preguntamos por la tumba de Julio Cortázar, la mujer cogió uno de los folletos, lo desplegó y señaló en un plano la situación del lugar donde descansaban los restos mortales del escritor. Se lo agradecimos y nos llevamos un par de planos, en los que pudimos leer una relación de todos los grandes nombres de filósofos, escritores y figuras de la cultura francesa que podían leerse en aquellos epitafios de granito y mármol desperdigados por el cementerio. Allí estaban enterrados intelectuales tan celebérrimos como Baudelaire, Cioran, Maurice Leblanc, Sartre, Maupassant, Simone de Beauvoir, Beckett, Poincaré, entre muchos otros inmortales que ya no son más que nombres desdibujados sobre piedras planas.

A la vista del plano, la tumba de Cortázar no debía andar lejos, aunque resultaba imposible dar con ella. Iba mirando despreocupado los epitafios, en busca del nombre del escritor argentino, y entre tanto era insoslayable que a uno le asaltaran pensamientos un poco fatídicos entre tanto muerto. Era consciente de que pronto estaríamos todos bajo losas de piedra, aunque tales cavilaciones, lejos de entristecerle a uno, le suscitaban una cierta calma serena, que supongo que debe de ser parecida a la que le sobreviene al moribundo que oye a la muerte acechar. A veces pienso que la plena aceptación de la muerte tiene que ser la clave para la felicidad esencial, no la que tiene altibajos, sino aquélla que es sosegada y está en equilibrio, sin crestas ni valles.

Desperté de filosofías. Alcé los ojos, justo en el momento en el que el sol se abría paso a través del velo de nubes, y vi a las chicas postradas ante una tumba a lo lejos. Me dirigí hacia allí. Maluba y Laura estaba sentadas frente a la tumba de Cortázar, que está cubierta por una sobria losa de mármol blanco que reza un simple «Julio Cortázar (1914-1984)» y de la que sobresale una especie de composición de discos lisos y circulares, como burbujas de sueños que soplara un niño a través de un burbujero.


Laura llevaba para Cortázar una rosa de color oscuro y sanguinolento que había robado de otra tumba; seguramente el escritor apreciaría más esta rosa robada que otra comprada. Sobre la tumba había objetos diversos y mensajes escritos en papeles doblados, colocados bajo unas piedrecitas para que el viento no los arrastrara, que otros peregrinos habían depositado como homenaje para el muerto inmortal. Las chicas decidieron hacer lo mismo: un acto poético, escribir delante de la tumba del Maestro y declamar los versos improvisados a vuelapluma de viva voz. Entonces lamenté no haber leído nada de Cortázar. Una pena. No sabía uno qué podía escribir a Cortázar, que no dejaba de ser un desconocido.

Levanté la vista. Las chicas escribían con profusión, casi torrencialmente. Mi hoja estaba en blanco. Miré a mi alrededor, tal vez buscando algo de inspiración. Cerca de allí un anciano de luto riguroso, doliente de otras muertes, contemplaba con amargura alguna lápida. Fácilmente rondaría los noventa años. Su figura enjuta y cansada descollaba solitaria entre mausoleos, cruces, cenotafios y sepulturas. Tenía el pelo encalado y el cuerpo frágil y encogido por el peso de los años. No podía dejar de observarlo, tal vez porque me asaltó la sensación que se tiene cuando nos cruzamos con un personaje sin novela escrita. Aquel anciano, sin duda, tendría su historia, que sería novelesca, que, de poder conocerla, nos haría dejar escapar lágrimas de los ojos. Sin embargo, esa novela se quedará por escribir, quedará enterrada como tantas otras vidas bajo un lecho de piedra, hierbajos y flores. Es precisamente eso lo que decía su mirada acuosa, perdida en el suelo: lo más triste, lo más trágico de todo es pasar por este mundo sin haber dejado la huella de nuestros pasos hollada en la tierra.


El anciano se santiguó y se dio la vuelta. Andaba encorvado, con lentitud, arrastrando los pies, como si sopesara cada paso. Parecía llevar algo entre las manos a la altura del abdomen, aunque quizá fuese el estado natural de unos brazos artríticos. Al poco se detuvo y se giró. Allí quieto, se quedó contemplando la tumba que acababa de dejar unos pasos más atrás. Pasaron los minutos y entonces retomó de nuevo la marcha hacia la salida del cementerio, sólo para volver a rodearse al cabo de unos pocos metros y mirar de nuevo hacia aquel lugar. Se me partió el corazón ante la imagen de ese anciano, que no le era posible despedirse de quien tuviera allí enterrado. Otra vez volvió a alejarse un poco más, y allá en la lejanía, cuando el anciano no era más que una sombra entre las piedras, detuvo su pausado caminar, miró nuevamente hacia el mismo lugar durante unos instantes y se perdió para siempre en el mar de tumbas.



Para entonces las chicas ya habían terminado sus escritos. Los leímos uno por uno. Yo sólo había garabateado algo sobre la inmortalidad, nada de importancia. Pero cuando le llegó el turno a Laura, se emocionó y apenas pudo terminar de leer. Maluba la abrazó con ternura y ambas se dejaron llevar por el llanto. Aquello me pareció hermoso. Era un momento demasiado íntimo entre dos buenas amigas, de modo que, para no incomodarlas con mi presencia, me levanté de la tumba que me había servido de asiento y me encaminé, intrigado, en busca de otras historias, hacia el lugar que había visitado el anciano. Encontré allí una bonita lápida de granito de tonos castaños, de gran tamaño, limpia y cuidada, rodeada de pequeños arbustos y flores, y coronada por un jarrón de boca ancha copado de rosas de color rojizo, anaranjado y rosáceo. Y en el epitafio un nombre: «Simone Junieres, nacida Aubineau (1915-1993)». Una mujer. Simone. Casada. Muerta hacía catorce años. Y aquel anciano, acaso su viudo, después de tantos años de soledad, que aún no se acostumbraba a haberla dejado volar para siempre.


Viaje a París (VIII): El rincón de los amantes

Los días de año nuevo siempre amanece uno a la hora de comer, pasado de noche y cotillones, con ganas un poco de morirse. Ese primer día del año las madres saben que deben preparar, las madres saben estas cosas, una buena sopa caliente que reconforte el estómago maltratado y ninguneado durante la noche anterior, que suele haber sido larga. Pero ni aquella noche había sido larga ni aquel día de año nuevo era como los otros.

Sonó el despertador. Las diez de la mañana. A veces uno incluso maldice despertar, inconsciente de su insensatez. El albor grisáceo y cegador de la mañana se colaba por el hueco de la cortina. Oí a las chicas despertar y levantarse. Volví a recordar: París, Nochevieja, Club de la Bohème Absurda. Me quedé unos minutos más en la cama paladeando esos pensamientos, que eran imágenes sincopadas que iban y venían como un lánguido oleaje onírico, igual que resonaban en mis oídos los pasos cercanos, pero a la vez tan remotos, de Maluba y Laura. Creo que en ese momento, sin saber por qué, fui feliz. A veces la felicidad se presenta así de estúpida y patética.

El día de año nuevo se nos amaneció algo más fresco. Decidimos tomárnoslo con más calma, puesto que las jornadas anteriores ya habíamos visitado la mayoría de los enclaves señalados en el plano como obligatorios. Maluba propuso volver a alguno de los lugares en los que ya habíamos estado. Yo expresé mi deseo de regresar a los Jardines de Luxemburgo, pues el día de antes había escrutado un bonito rincón entre las sombras de los árboles que me había llamado la atención y que, debido a las prisas que llevábamos en ese momento, no había podido ver con claridad.

Los Jardines de Luxemburgo, situados en el Barrio Latino, es el parque más céntrico y popular de París, a unos cien metros de la Sorbona y del Panteón. Alberga al Palacio de Luxemburgo y al Senado francés, y fue construido en el siglo XVII para María de Médici, quien, merced a la inmensa riqueza de su familia, dueña de un banco con sucursales en toda Europa, compró poco a poco los terrenos adyacentes y los convirtió en este enorme conjunto de jardines que conocemos hoy. Todo el espacio ajardinado está salpicado aquí y allá por esculturas clásicas de divinidades griegas, fiel al estilo neoclásico de la arquitectura del palacio ubicado en el centro del recinto.



Laura y yo, en el rincón de los amantes

Cerca de uno de los laterales del palacio se encontraba la gruta que había vislumbrado el otro día. No había mucha gente, se conoce que es un rincón apartado, un paraíso cerrado para muchos. Hasta allí conduje a las chicas, que se sorprendieron gratamente, también yo, ante aquella maravilla visual. Se trataba de un largo estanque alargado longitudinalmente, que terminaba en una fuente colosal, llamada Fuente de los Médici, de varios metros de altura y motivo mitológico, flanqueado por dos hileras de árboles pelados por el invierno. En las aguas del estanque una simpática familia de patos nadaba a su aire, y en el fondo, transparente, de tintes pardos, cubierto por un lecho otoñal de hojas secas, peces oscuros. Toda la escena estaba enmohecida, manchada de decadencia, como todo en París. La fuente era de proporciones ciclópeas, tal vez por estar en ella representado el cíclope Polifemo, de mirada furibunda y titánica, que según cuenta la fábula se enamoró de una nereida, Galatea, una joven divinidad marina de gran hermosura y piel nívea que habitaba en las aguas calmas sicilianas. Sin embargo, el corazón de Galatea pertenecía al apuesto Acis, hijo del dios Pan. En una ocasión, cuando los amantes se hallaban retozando a la orilla del mar, Polifemo los descubrió. Acis, asustado, intentó huir, pero el furioso monstruo de un solo ojo le lanzó una enorme roca y lo aplastó brutalmente. Desesperada por el dolor, Galatea transformó la sangre de su amado muerto en el río Acis, que aún hoy continúa en Sicilia su curso hasta el mar, al encuentro eterno con su amada en su desembocadura.



Polifemo y los amantes

Se estaba bien allí, mientras las sombras del crepúsculo se alargaban en el suelo. Acaso en primavera, con los árboles cargados de exuberancia y verdor, el efecto será aún más espectacular, pero en invierno eran obvios su poderoso encanto y su belleza. Era uno de esos lugares tristes en los que se podría pasar uno toda la tarde escribiendo, leyendo o contemplando el vuelo de las palomas y el chapoteo de los patos sobre las aguas del estanque, tanto da, el caso era estar allí, inhalar un poco de la paz que emanaba de aquel rincón sombrío y solitario.



El rincón de los amantes en primavera

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Viaje a París (VII): La inolvidable Nochevieja parisina



El Club de la Bohème Absurda: Maluba, Laura y yo, aquella noche en los Campos Elíseos


Nochevieja en París. El solo pensamiento invitaba a fantasear. Sin embargo, no debíamos pensar en otra cosa que en el hecho de que al día siguiente habríamos de levantarnos temprano para seguir con nuestro tour parisino. Maluba había recibido la llamada de una amiga, que nos invitaba a una cena que habían organizado el grupo de amigos españoles que Maluba, al volverse a España hacía un año, se había dejado en París. Huelga decir que aceptamos, más que todo porque no nos veíamos una Nochevieja, y más en París, acostándonos con las campanadas.


La cena transcurrió como transcurren las cenas entre viejos amigos: entre risas y recuerdos. Laura y yo, que no conocíamos a nadie —y, encima, ella y yo acabábamos de conocernos el día anterior—, aguantábamos el tipo como podíamos, mientras Maluba intentaba recuperar el tiempo perdido con sus amigos pasados. Yo he de confesar que me lo pasé genial, estuve hablando con mis vecinos de mesa, aunque más bien eran vecinas, y me pasé la cena entre carcajadas. Y es que estas vecinas resultaron ser muy simpáticas y, sobre todo, un poco payasas, vaya en el sentido más honroso de la palabra, y me hicieron la velada más agradable de lo que esperaba entre tanto desconocido.


A las once de la noche se materializó un rumor que había estado sobrevolando las conversaciones de la cena: ir a los Campos Elíseos a tomarnos las uvas con las campanadas. Pero si en Francia no existe eso de las uvas ni las campanadas. Eso tenía solución, al menos en parte, pues las chicas habían comprado lotes de uvas para todos. De modo que, cada cual con su docena de uvas en vasito de plástico y una botella de champagne francés, nos dirigimos todas —y es que todo se pega— hacia el metro para despedir el año en los Campos Elíseos. Entonces comenzó el Apocalipsis.


Llegar al metro, esperar en el andén, descorchar la botella de champagne francés, servir el champagne en los vasitos de plástico, brindar por el futuro, beber, entrar en el vagón, asirse a cualquier lado para no caerse, hablar como sólo se habla en los países extranjeros, reír como sólo se ríe bajo el efecto del champagne, cantar canciones estúpidas, bajar del vagón, correr a contrarreloj, hacer transbordo, volver a subir a otro metro, apretujarse entre la gente, empujar al de al lado, empezar a hacer calor, cubrirse los cristales de vaho, entrar cada vez más muchedumbre en el vagón, resoplar sofocados, abrir las ventanillas, agobiarse, parecer sardinas enlatadas en escabeche, sospechar que aquello no había sido buena idea, desear no haber salido de casa, llegar el metro a la parada de Champs Elysées Clémenceau, salir la marabunta al detenerse el vagón, respirar, darse prisa para no llegar tarde, intentar entrar las miríadas y riadas de todo París por la boca de metro de los Campos Elíseos, saborear el miedo, crisparse los nervios, activarse los instintos más primitivos, luchar por sobrevivir entre la turba, producir adrenalina, apartar de nuestro paso a los poco despabilados, estar atento a las avalanchas humanas, ver peleas entre las cabezas, agarrarnos entre las chicas y yo de la ropa para no perdernos, resultar imposible, separarse por las embestidas de la gente, desoír los chillidos de terror de mujeres histéricas, ignorar los gritos de los energúmenos, procurar mantener la calma, tratar de no perder de vista a las chicas, pasar veinte personas a la vez por los rodillos unipersonales, remontar el primer escalón de las escaleras de salida, ver aliviado un trozo de cielo negro y estrellado al final de aquel hormiguero, ascender a base de empujones, avanzar como si a uno le fuera la vida en ello, mirar el reloj, faltar sólo cinco minutos para medianoche, ver policías al final de la escalera, suspirar aliviado, encontrar Maluba un zapato antes de llegar arriba, agacharse con peligro se ser arrastrada y enterrada por las hordas humanas, llegar al fin a la cima de la escalinata, entregar Maluba el zapato a un policía, volver a respirar, sentirse renacer, reagruparnos, faltar dos minutos escasos para las doce, situarnos en medio de los Campos Elíseos, creerse en el centro del mundo, ver crecer el Arco del Triunfo delante, centellear la Torre Eiffel a la izquierda, girar la noria y el obelisco de la Plaza de la Concordia detrás, sacar los vasitos de plástico con las uvas, contener la respiración, estremecerse, inspirar emocionados, llegar las doce y...


Un silbido rasgó el velo de la noche, todos miramos hacia el cielo para ver el fuego artificial ascender hacia las alturas y deshacerse en una nubecilla de humo gris sin pena ni gloria, como esos fuegos artificiales que están húmedos y salen ranas. Bueno, pensamos todos, ése sería sólo el primero de una gran sinfonía de estruendos y luminarias al pie del Arco del Triunfo como siempre se ve por televisión. Pero no hubo nada más. La gente comenzó a abrazarse a nuestro alrededor. Miré el reloj: las doce en punto.


Temiéndose aquello, las amigas de Maluba, inasequibles al desaliento, empezaron a cantar las campanadas, y así nos tomamos las uvas, sin una mala campanada, sin un pobre fuego artificial que hiciera distinguirse aquella noche de las demás. Lo única diferencia era que la Torre Eiffel refulgía con luces blancas como un enorme árbol de Navidad. Luego volvimos a brindar por el nuevo año con más champagne, que supongo que debía de haber más botellas en los bolsos de las chicas, si no es que no se comprende.


La caterva comenzó a dispersarse. Poco quedaba por hacer allí, todo había terminado, acaso antes de empezar. Entonces recordamos que al día siguiente nos esperaba otro buen tute de patearse París, así pues mejor sería retirarse a tiempo, que de esa forma se fraguan las victorias, y nos despedimos de las amigas de Maluba, que se marchaban de cotillón a alguna discoteca cercana. Y así fue cómo el Club de la Bohème Absurda fue, vio y salió trasquilado cuando iba a por lana a los Campos Elíseos la inolvidable Nochevieja para olvidar de 2007.

Viaje a París (VI): El Club de la Bohème Absurda

El sueño fue reparador. Después de algo más de treinta y seis horas sin probar una cama, uno se deja caer sobre el lecho, sea cual sea, como si fuese entre mullidos algodonales celestiales. Las chicas creo que se ducharon, pero para entonces ya había yo fundido en negro sin remisión.


Sonó la alarma del despertador. Ocho horas de sueño nunca han sido suficientes. Maluba y Laura se levantaron. Yo pedía árnica y cinco minutos más. Nada, tuve que meterme debajo de la ducha casi a rastras, mientras ellas preparaban los bocadillos.


¿Dónde me encontraba? Lo recordé: en París, con aquellas dos chicas que apenas conocía. Creo que fue entonces, bajo el agua tibia de la ducha, la primera vez que fui plenamente consciente de la situación. Un suspiro.


Día de San Silvestre. Empezamos por Montmartre, antaño refugio de escritores y artistas fracasados, residencia de otros tantos triunfadores, como Picasso, lugar de cafés y tertulias, de líos de faldas y borracheras que han pasado a la Historia. Nada más llegar todo eso se huele en el aire, pues resulta tan característico su aroma como aquél un poco rancio de las iglesias, ése que nos advierte que entramos en un viejo recinto sagrado, un sanctasanctórum de la Bohemia, y eso los soñadores, como uno, lo agradecen.


Montmartre se construyó sobre una colina, cuya cima está coronada por el Sagrado Corazón, una de las construcciones más emblemáticas de París, aunque también es un barrio conocido por ser zona comercial típicamente parisina, en la que pueden encontrarse cafés, restaurantes y lugares de diversión nocturna como el Molino Rojo y la Place du Tertre. Nos perdimos entre la gente por las calles que circundaban la Place du Tertre, entre músicos al aire libre, artistas callejeros, pintores de brocha, de pincel, de espátula, al carboncillo, con esponja, al pastel, al óleo, a la cera, a la acrílica, en lienzo, en papel, con marcos, sin marcos, caricaturistas, retratistas, calígrafos, tiendas de suvenires, calles angostas y empedradas, policías en bicicleta, cuestas arriba, cuestas abajo, todo atestado de gente, todos extranjeros, que se cruzaban una y otra vez, que subían, que bajaban, que compraban, que se retrataban, que se caricaturizaban, que se sacaban fotografías con los pintores, los músicos, los cuadros, las tiendas, los cafés y todo cuanto resultara curioso al turista.




Place du Tertre


Y de repente la nada. Salimos a una calle desierta, no se veía un alma, sólo una mujer mayor subiendo tranquilamente la cuesta con la bolsa del pan, algún coche aparcado en la acera y unos árboles al fondo, mecidos por el viento. El tiempo pareció detenerse. Como si fuéramos los primeros viajeros que pisaban aquel suelo. Por supuesto, no nos volvimos sobre nuestros pasos, sino que nos miramos, sonreímos y nos internamos en aquel mundo nuevo que se mostraba virgen y en toda su plenitud ante nosotros. Esto era la realidad, la cotidianeidad, la rutina, el corazón de Montmartre: esa mujer con la compra de regreso a su casa, el coche y los árboles. Pero sobre todo el silencio. No lo que habíamos dejado atrás, eso era el ruido del circo, un teatro para niños ya talludos, un parque temático. Así es como yo lo veo al menos, supongo que será eso lo que nos diferencia a los viajeros de los turistas.




Maluba y James Bond, al fondo el Sagrado Corazón


Seguimos un poco sin rumbo, y así fueron apareciendo ante nuestros ojos, sin buscarlos, los rincones secretos de Montmartre. A la vuelta de una esquina nos sorprendió el Molino Radet; tras otra, casas de paredes de enredadera, algunas medio derruidas, decadentes, abandonadas; más adelante, el Castillo de las Nieblas; algunos cafés solitarios y sin clientela; y el Sagrado Corazón para culminar. En un momento dado, ante la contemplación del cartel dorado de un café llamado La Bohème, seducidos por el hechizo del lugar y embriagados de intelectualidad y surrealismo, decidimos fundar allí mismo, las chicas y yo, entre risas, lo que dimos en llamar el Club de la Bohème Absurda: un grupo de viajeros, de escritores, de artistas, de bon-vivants, deseosos de vivir y beberse la vida, que no es poco.



Delante de la basílica un hombre tocaba el arpa. A su alrededor se había formado una conglomeración de gente que asistía visiblemente emocionada al concierto. Sus rostros estaban relajados, las facciones eran el fiel reflejo de la serenidad. Y a mí me pasó lo mismo, pues soy bastante sensible a la música callejera, más aún la de cuerda. De hecho fue una epifanía musical callejera, hace ahora justo un año, la que me alentó a comenzar este cuaderno de bitácora. Pronto entré un poco en éxtasis, en un dulce trance al compás de las notas que el músico dejaba escapar del arpa, mientras Maluba se dedicaba a sacarme fotografías durante mi proceso catártico. Se ve un bonito panorama desde aquella altura, París se le ofrece majestuoso al observador en toda su extensión. Lástima que la nubosidad de aquel día velara de blanco el lienzo.




Durante la epifanía del arpa, al fondo el lienzo velado de blanco


No podíamos olvidar que aquella noche era Nochevieja, y aunque no habíamos ido a París de fiesta, sí que se nos tenía reservada una pequeña aventura que nunca olvidaríamos. No obstante, antes de que oscureciera, aún tuvimos tiempo aquella jornada para tomar crêpes en un café típico de estampa parisina y dar largos paseos por las Tullerías, la Ópera, la Plaza Vendôme, los Jardines de Luxemburgo, el Senado, el Boulevard Saint-Michel, el Panteón, la Rue Mouffetard, el Barrio Latino y sus alrededores.

Viaje a París (V): Una carta sobre un banco solitario

Aquella tarde deambulamos por el Barrio Latino, el Centro Pompidou, los Archivos Nacionales, el Barrio del Marais y el Barrio de Saint Germain des Prés. Uno casi podía palpar el suave influjo de la magia de París, de su gente, de las parejas que paseaban de la mano, de las luces del alumbrado navideño, del adoquinado de brillo mojado de las calles, de los colores apagados del invierno, de las farolas de luz vaporosa; París es todo esto, París es querer perderse por entre sus callejuelas decadentes como en el País de Nunca Jamás, porque ciertamente hay algo de infantil en tanta belleza y en los sentimientos que induce en el visitante. Una belleza que es paz de espíritu, en tanto que es pura, que nos devuelve a la niñez, a aquella época que siempre recordamos con ojos soñadores y una sonrisa en los labios.


Caminaba uno casi hipnotizado por el halo mágico de la ciudad, mientras Maluba y Laura iban por delante, agarradas del brazo, hablando de sus cosas. Yo aspiraba con fuerza el aire blando y fresco, un poco en éxtasis. Intentaba tomarle el pulso a cuanto se me cruzaba por la vista. Se sabe que los momentos inolvidables son los más efímeros, y que ganan cuerpo con el paso del tiempo y con la nebulosa del recuerdo, sin embargo uno desea absorber cuanto más mejor de ese sueño que le envuelve, antes de que se diluya en el crisol de la memoria.


Empezaba a oscurecer cuando llegamos a la Place des Vosges, la plaza más antigua de París, sita en Le Marais. Una banda de música tocaba cerca de allí. La plaza está formada por un gran parque en su centro, con jardines y árboles a su alrededor, y se encuentra rodeada por un conjunto arquitectónico de estética típicamente parisina, muy del siglo XVII, que fue cuando se construyó. Solía llamarse, hacia 1800, después de la Revolución, la Plaza Real, pero se tornó en Place des Vosges, al parecer con motivo de la diligencia con la que los habitantes del departamento des Vosges pagaban sus impuestos. Fue éste, además, lugar de residencia de grandes personalidades de la sociedad y la cultura francesas, como Víctor Hugo.




Plaza des Vosges


A las chicas les llamó la atención la banda de música y corrieron tras sus compases. Pero, antes de salir del recinto, al pasar por su lado, descubrimos con estupefacción una carta sobre un banco solitario del parque. ¿Cómo era posible? Pero, efectivamente, allí estaba. «Pour Philippe», rezaban dos palabras dibujadas con una bonita redondilla femenina. Sin remite, sólo un destinatario misterioso que aún no había llegado. El sobre estaba pegado al banco con celofán blanco, pero poco podía hacer contra la lluvia que había caído aquella mañana. El papel estaba humedecido y la tinta azul parecía llorar por la ausencia de aquel hombre llamado Philippe.



Ciertamente, creo que algo así sólo puede hacerlo una mujer. Un hombre no podría realizar un acto de amor desprendido tan amargo como dejar una carta en el buzón de la providencia. Un hombre no podría llegar a imaginar algo que encierra en sí tanta tragedia silente. Un hombre simplemente llora sus fracasos; una mujer, además, se aferra a su tristeza. Eso las ennoblece.


Quizás aquel banco fuese el lugar donde se conocieron, ella y Philippe. Tal vez ella estuviera esperando, oculta tras una esquina de la plaza, a que el baile de las causualidades le hiciera a Philippe regresar al parque donde se encontraron por primera vez, donde comenzó una historia de amor truncada, tal vez ella nos observara en aquel momento desde la esquina y suplicara que no arrancáramos el testamento de su dolor de aquel banco. No lo hicimos, claro. Las chicas querían ir a ver a la banda de música, momento que yo aproveché para hacer una fotografía apresurada de la carta abandonada en el banco.


La velo nocturno cayó sobre París muy temprano. Pasadas las cinco de la tarde era ya prácticamente noche cerrada. Seguimos la ruta que nos indicaba Maluba, que nos llevó por la orilla izquierda del Sena hasta la Iglesia de los Inválidos. Desde allí cruzamos el río por el Puente de Alejandro III, nombrado así en homenaje al Zar Alejandro III de Rusia, que es de lejos el puente más ornamentado de París. Pasamos la Avenida W. Churchill, dejando a ambos lados el Petit Palais y el Grand Palais, en nuestro camino hasta los Campos Elíseos, donde terminamos nuestro recorrido aquella jornada.


Al final del día íbamos todos un poco silenciosos, cada cual a solas con sus pensamientos, paseando entre el gentío bajo las lucecillas doradas que colgaban de los plátanos de sombra de los Campos Elíseos. Empezó a caer de nuevo una leve lluvia fina, se abrieron los paraguas. Pero de mi cabeza no podía apartar aquella carta muerta en el banco, como el mensaje en una botella lanzada al mar por un náufrago, ni podía dejar de pensar en aquella mujer que acaso aún esperara, tras una esquina de la Plaza des Vosges, al amor que partió y que no volverá para leer su carta humedecida por el llanto del cielo.




El cielo lloraba sobre los Campos Elíseos

Viaje a París (IV): Estatuas de sal


Resurgí de los ínferos poco antes de las dos del mediodía. Lo primero que vieron mis ojos, al regresar de las profundidades de la tierra a la luz del día, fue la fuente con la estatua del Ángel Caído sometido bajo la espada flamígera y el calcañar del arcángel San Miguel. Inmediatamente me recordó a aquella otra admirable escultura del Caído en el Parque del Retiro de Madrid, la única estatua del mundo erigida en honor a Luzbel, el portador de la Luz. Esta otra, la de París, en cambio, simboliza la victoria de San Miguel, el triunfo del Bien sobre el Mal. La figura de Luzbel siempre ha ejercido una poderosa atracción sobre mí. El cristianismo deformó su representación primigenia hasta reducirla a la simple encarnación del Mal absoluto, olvidándose de libros sagrados hebreos aceptados por los Padres de la Iglesia, que se obviaron en el canon resultante del Concilio de Hipona, como el Libro de Enoch, que nos presenta a Luzbel como una suerte de Prometeo hebreo, dador del fuego de Dios a los hombres, de ahí Luzbel, portador de la Luz. La historia de la victoria del arcángel Miguel sobre el Caído, como tantas otras tradiciones apócrifas adoptadas por el cristianismo, tampoco se encuentra en la Biblia, quien tenga curiosidad que lo compruebe. Pero ahora es el momento de París.


Frente a mí, a unos cien metros, se recortaba la fachada de tonos crema de la gran catedral de Notre Dame sobre el cielo plomizo parisino. Aligeré el paso, las chicas me esperaban. Sucede que muchas veces ciertas ciudades son especiales por cuanto evocan y desentierran del imaginario colectivo de nuestro subconsciente. París forma parte de nosotros en forma de imágenes, fotografías, libros o fotogramas de películas que han quedado grabados en los sustratos del recuerdo. Por eso, al contemplarlo con los propios ojos, sin pantalla ni papel de por medio, despierta tanta admiración el monumento que uno creía de alguna forma producto de la irrealidad nebulosa de los sueños, como si se materializara delante de nosotros obedeciendo a nuestro más íntimo deseo. Y la realización de los sueños siempre hace brotar lágrimas de emoción. Entonces uno duda por un instante si no desaparecerá tal como surgió cuando le volvamos la espalda.



Un factor que no esperaba, y no por extraordinario, sino por falta de previsión, era la multitud que se agolpaba a las puertas de la catedral. Deambulé a través de la marabunta en busca de Maluba y Laura, pero resultaba inútil, aquello era un pajar de agujas. En esto vi a una chica que se subía a una especie de mojón de granito situado en medio del gentío, lo que le proporcionaba una mejor visión del panorama, y puesto que no era el único mojón disponible, y como allá donde fueres haz lo que vieres, imité a la chica, me monté en el mojón y escruté entre cientos de cabezas las de Maluba y Laura. Enseguida oí risas a mi lado. Allí estaban las dos, mirándome con cara divertida, y es que yo, allí subido, debía de ser toda una estampa. Resultó que los mojones servían para que le vieran a uno, y no al contrario.


Luego de abrazarnos por el reencuentro, y de agradecer yo a Luzbel mi buena suerte al haber dado con las chicas tan pronto, éstas me pusieron al tanto del paseo que ellas habían dado durante la mañana mientras yo llegaba. Maluba había vivido seis meses en París, así pues sería la guía natural de la expedición. Por la hora que era había que ir pensando en comer algo. Yo no había comido nada en varias horas y mi estómago empezaba a resentirse: el Heraldo de la Muerte, que le llaman los que escriben noveluchas poli­ciacas.


Tomamos el Boulevard du Palais, dejando el Ayuntamiento a nuestra derecha, y nos internamos en pleno Barrio Latino, donde nos dejamos envolver por la hermosa maraña de sus calles estrechas adornadas de Navidad y nos perdimos entre la gente, que iba y venía, cada uno con sus pensamientos y objetivos propios, con sus motivaciones y sus inquietudes, rostros efímeros como estatuas de sal que se deshacían a nuestro paso como aquella bruma de la mañana, que se confundían en su colectividad entre la masa humana que nos rodeaba. Nosotros, Maluba, Laura y yo, sólo éramos tres meras gotas de agua deseosas de disolverse felices en el océano parisino.

Viaje a París (III): Descensio ad inferos


Llegué a París tras diecisiete interminables horas de viaje. Dado que salimos de Madrid a las ocho de la tarde, el trayecto transcurrió en su mayor parte de noche. A la vista de la extensión del viaje, tiempo habría de dormir, de modo que al principio me afané en escribir algunas anotaciones en el cuaderno de bitácora, pero pronto, después de la cena, me invadió una sensación de abotargamiento en todo el cuerpo que me hizo abandonarme al sopor de los viajes largos. Lo que siguió fue una noche de duermevela que no parecía acabarse nunca. Desvelo intermitente por la postura incómoda del asiento. Una película inglesa de Judy Dench sobre un náufrago que resultó ser violinista. Un compañero de asiento que no conseguía dormirse y no paraba de moverse tratando de colocarse de la mejor manera posible. En una ocasión abrí los ojos, seguía la noche sin estrellas al otro lado de la ventana, y lo vi a mi lado con la frente apoyada en el asiento de delante. El pobre. La postura más inverosímil había terminado por ser la óptima. Quizá le venció el cansancio. Menos mal que yo conseguí asiento de ventanilla.


Desperté al alba. Entre las idas y venidas del sueño, a través del cristal de la ventana el amanecer se nos mostraba vestido de añil, oculto entre algodonales de bordes un poco teñidos de pesar. Los campos que atravesábamos estaban cubiertos por un manto de grisura neblinosa. La lluvia no tardaría en llegar. Aún faltarían trescientos o cuatrocientos kilómetros para llegar a París. Recuerdo que sentía los miembros adormecidos, me dolía todo el cuerpo.


Volví a despertar. Entrábamos ya en París. Miré el reloj: era casi la una del mediodía. Más de un día perdido, prácticamente, desde que había salido de Pozoblanco la mañana del día anterior. La próxima vez, si la hay, viajaré en avión. Pero no hay aviones para quien, como uno, decide las cosas a vuelapluma en el último momento. Me lo merezco.


Con el cuerpo entumecido, lo primero que hice al pisar suelo parisino fue entrar en la cafetería de la estación. Parece como si mi vida pudiera escribirse siguiendo el rastro que dejo en las cafeterías. Cuando uno viaja se da cuenta de las cosas que realmente necesita y lo que resulta superfluo, pero lo más desolador aflora en el momento en el que tiene que reconocer sus vicios, que se hacen patentes durante el viaje en la medida en que no son satisfechos. En mi caso el vicio es el café. Sin una taza caliente del oscuro néctar al comenzar el día no soy persona, sin sentir un trago de café en el gaznate que engrase los engranajes aletargados de la maquinaria siente uno que no acaba de aterrizar todavía de las etéreas regiones del sueño.


—3,65 € —me pidió el hombre de la caja registradora por el café au lait.


Me quedé de piedra, por ese precio me pido un cubata en España. Tal vez no había entendido bien, el francés lo tenía ya un tanto olvidado, aunque no tanto. Por si acaso le di un billete de cinco euros, y a la vista de lo que me devolvió se conoce que entendí bastante bien. Ni que decir que el café me supo a gloria, al menos valía como si fuera gloria calentita con sobre de azúcar y cucharilla de plástico. Entonces recibí un mensaje de Maluba y Laura: «Estamos en Notre Dame». Vaya, cambio de planes: ¿no habíamos quedado en el Louvre? Entonces calculé que para llegar al centro, donde ellas se encontraban, me llevaría alrededor de media hora en metro como mínimo, y así se lo comuniqué en el mensaje que les envié como contestación.


Me hallaba, según rezaban los carteles indicadores, en la estación de Charles de Gaulle. Entré en el metro y me monté en el primer vagón con el que me topé, uno tiene que ser un poco fiel a sí mismo con estas extravagancias. Con el vagón ya en movimiento busqué en el plano de la pared el camino más corto desde Galliéni, la parada en la que yo me había subido, hasta St. Michel-Notre Dame, que sospeché que sería la parada que a mí me interesaba.


Dicen del metro de París que es la tercera red de metro más extensa de Europa occidental, por detrás del metro de Londres y el de Madrid. Sorprende descubrir la suciedad y el descuido que invaden los pasillos, esquinas y recovecos subterráneos del métropolitain parisino, en los que incluso llega a ser desagradable el olor a cloaca, a gas o a combustible, según la estación, o la falta de iluminación, que dan a sus galerías un aspecto lúgubre y siniestro, como de catacumba. Parece inexplicable también la mala señalización en los trasbordos, con indicadores colocados en lugares invisibles, carteles señalando direcciones opuestas para un mismo destino, indicaciones a caminos cuyos pasillos terminan tras escaleras, vueltas y revueltas en una pared, todo esto en el mejor de los casos: que haya carteles. Uno debe estar ducho en tales laberintos si pretende escapar indemne sin hilos ni Ariadnas y no quiere terminar sus días de vacaciones en París deambulando en círculos bajo tierra sin poder encontrar la salida del metro. Sin duda, la primera vez que uno penetra en el metro de París y vuelve a salir a la superficie, respira el aire puro de la mañana invernal de otra forma, agradeciéndolo casi, y se acerca uno a sentirse un poco Teseo al dejar atrás aquella clara metáfora terrena de las tinieblas de los infiernos de olor a azufre.

Viaje a París (II): Un café en la estación

Siempre digo que las estaciones, sean de autobuses o de trenes, son como un pequeño teatro de la vida en tamaño reducido. Se ven personas solitarias, como uno, hombres y mujeres que buscan silenciosamente en los demás aquello de lo que carecen y que, de alguna forma, anhelan. Los hombres miran a las mujeres en mesas apartadas, mientras las mujeres hacen lo propio con los hombres que se ven sentados solos.


En el poco rato que llevo aquí, tomando café mientras espero a salir para París a las ocho de la tarde, he sorprendido a tres mujeres observándome. Eso se nota cuando levantas la cabeza del cuaderno y las ves girar la cabeza hacia cualquier lado tan rápido que uno teme que vayan a descoyuntarse el cuello. Luego ya no volverán a mirar hacia donde uno se encuentra. Supongo que la razón por la que miren a uno será por lo raro de ver a alguien escribiendo a solas en una cafetería. Lo que se sale de la normalidad atrae, eso será. Dos de ellas eran mujeres ya maduras, de unos cuarenta años, pero la última es joven, tal vez de mi edad, rubia, guapa, si la miopía no me engaña. Se le ve muy correcta, erguida en su asiento, mientras bebe pequeños sorbos tristes de su café, sujetando la taza con ambas manos. Después de haberla sorprendido en sus miradas furtivas, sus ojos no dejan de recorrer nerviosos toda la cafetería, salvo el sitio en el que estoy yo. A veces, con este tipo de chicas que se muestran tan encorsetadas, como incómodas en su piel, se le reblandece a uno un poco el corazón y le gustaría acercarse a hablar con ellas, sentarse a su lado y decirles que se relajen, que la vida es larga y no hay por qué tener prisa, que charlar con alguien siempre es buen revulsivo contra la tristeza, que yo les contaré cuentos que mitiguen su pena. Pero luego uno nunca se acerca, prefiere, o le es más fácil, escribir versos de melancolía en lugar de hacer lo que sueña, y así, quizá, la mujer de nuestra vida sea una de estas chicas que se ha cruzado ya por delante de nuestros ojos, que ha pasado ya de largo y la hemos dejado escapar por unas líneas afortunadas.


También suele haber parejas repartidas por las mesas, generalmente que no hablan entre sí, un hombre y una mujer que apenas se miran, que se esquivan la voz. En una de las mesas ella fuma un cigarrillo con la mirada perdida en el infinito de sus pensamientos, él come una empanada con los ojos fijos en las migas del plato. Seguramente estarán casados, hasta tendrán hijos, puede que lo sepan todo el uno del otro, pero son dos completos desconocidos que acaso se pregunten cada día, al despertar y rodearse en la cama, quién es esa otra persona con la que comparten su asiento en el tren de la vida.


Luego están esos dos jóvenes extranjeros, de pelo rubio nórdico, con monopatín. Cuando han llegado a la cafetería, uno de ellos caminaba como si hubiera aprendido a hacerlo ayer mismo. Marchaba con pasos cortos, arrastrando las zapatillas de deporte, con los pies hacia dentro rozando las puntas del calzado. Vestía una chupa de cuero negro salpicada de chapas y bordados brutales, unos vaqueros gastados, descoloridos y plagados de jirones, y un monopatín en la mano izquierda por todo equipaje.


Miro de nuevo el sitio de la chica rubia de antes, pero ha desaparecido. Se ha marchado y no me he dado ni cuenta. Entonces me descubro pensando en ella, preguntándome adónde habrá ido, en qué lugar pasará el fin de año. Parecía muy sola, temerosa de lo que le rodeaba. Me quedaré sin saberlo, jamás sabré de qué tenía miedo. Recordarla me ha dejado un poco más melancólico, tal vez por haberme visto reflejado en sus temores, que no dejan de ser lo míos.


Después, en la cola de facturación de equipajes, aquella otra joven misteriosa que recordaba a Audrey Hepburn, sólo que con el pelo corto tintado del rubio pálido de las cañas de trigo secadas al sol. De ropa y hechuras andróginas, aquella chica tenía la mirada azul, apagada, ausente, tan mustia que enamoraba sin querer, mientras esperaba no se sabe a qué, separada de la fila y apoyada en el poyete junto a la ventanilla de facturación. Y ese hombre que esperaba en la cola con el enorme ramo de rosas rojas que habrían de soportar un viaje de casi diecisiete horas hasta París, supongo que es por estas cosas por las que dicen que el amor todo lo puede. O aquella otra mujer argentina que hablaba por el móvil con acento canario sobre su intención de despedir el año al calor del fuego de una cabaña perdida entre las montañas escocesas. O aquel borracho con el cartón de vino blanco en una bolsa de plástico, con la cara cuarteada de demasiados desencuentros que llegaron a las manos. Siempre pasa, donde hay viajeros siempre hay un borracho, es ley natural: basta con que se pase una noche al raso para que aparezca el borrachín de turno para acompañarle a uno y hacerle el trance un poco más peculiar.


Uno no puede evitar que le asalten pensamientos trágicos sobre todo cuanto ve a su alrededor, pensamientos que hacen que se le ensombrezca un poco más el ánimo: Todas estas vidas que se cruzan, todas estas novelas sin narrador, incluida la propia, quedarán sin escribir, aunque vivirán brevemente en las líneas de este cuaderno de viaje hasta que el olvido del tiempo borre los trazos de las palabras y arrastre sus páginas como vilanos mecidos por el céfiro de primavera.


Viaje a París (I): En marcha

... y una voz inflexible grita: «¡En marcha!».

Manuel Machado, Castilla


Aquí estamos otra vez. Rumbo a lo desconocido. Ante mí sólo un nombre, un destino, una palabra escrita en la luna de un autobús: París. Lo demás es un lienzo en blanco que las horas irán tiñendo de color en sus próximos devenires; lo demás es superfluo; lo demás es accidental, sin por ello estar carente de esencia, pues entiendo por esencial todo aquello que no se planea, lo que surge porque sí. Lo esencial es todo aquello que se ha despojado de toda sensatez y no atiende a razones, esa pulsión desnuda, irreprimible, que hace uno o dos siglos llamaban aventura, aunque con un sentido ya obsoleto. La aventura es el viaje, el viaje es el camino, el camino es el objetivo y la meta. El resto poco importa.


En París me esperan Maluba y Laura, con las que pasaré estos días que circundan la muerte del año. Brindaremos por el finado a la luz de la luna de la vieja ciudad del amor y saludaremos al neófito con nuestras copas lanzadas al Sena. He quedado con ellas en la pirámide del Louvre mañana a la una y media del mediodía, como si estuviera aquí al lado, como si quedara allí uno todos los días. Sólo tengo unas indicaciones mal dibujadas en un trozo de papel, sin el nombre de la calle ni el número de la vivienda, por si no nos encontráramos y no tuviéramos forma de comunicarnos. No estoy muy seguro de que el papelajo vaya a servir de mucho, pero menos es nada. ¿No es maravilloso?


Y mientras tanto, aquí estoy otra vez, en Madrid, en una estación de autobuses cualquiera, soñando sueños de otros tiempos, tratando de escapar de las garras de lo predecible. Uno intenta coger a la vida desprevenida, aunque me tachen de loco, mi madre lo hace, la pobre con razón; sin ir más lejos, ayer, pasada la medianoche, le dije que me marchaba a París, así, de repente, y esta mañana, ocho horas después, ya estaba subido en el autobús que acaba de dejarme en Madrid. Que me pregunten dónde estaré mañana, que no sabré qué contestar; igual que si me hubieran dicho ayer que hoy estaría camino de París, que me habría reído de buena gana. ¿Acaso existe algo más excitante, más vivo y brioso que la total ausencia de seguridad en todo?


Lo decidí todo anoche. Maluba me ofreció de nuevo irme con ella y Laura a pasar el fin de año en París. Hacía varias semanas que venía proponiéndomelo, pero yo estaba un poco reticente. Tenía mis dudas. Pero en vista del plan de mis amigos para la Nochevieja: un cotillón de barra libre con refrito de música de las últimas tres décadas, me agarré al clavo ardiendo de Maluba en el último momento, decisión que sin duda mi hígado me agradecería por muchos años. La perspectiva de un viaje a París en Navidad se me antojó entonces, una vez hecho a la idea, tal vez una experiencia que quizá no se borraría de la retina de la memoria.


Es el momento en el que uno se da cuenta de lo que significa eso del viaje como huida, aunque no creo que haya viajes sin huida, como tampoco pueden soltarse amarras sin arrojar lastres tras de sí. El verdadero viajero abandona lo que posee en pos de quimeras inciertas, huye de lo que ya ha conseguido para no acomodarse, no se encastilla, si no se pudre, como el agua que se estanca. Por eso la vida, que es el viaje primordial, es una continua huida.


¿Pero una huida de qué? Difícil respuesta, acaso uno huya de la propia vida, de sí mismo.


Me dicen que soy un cándido, un inocente, que tengo demasiados grillos en la cabeza, que la vida poco a poco me irá dando palitos para que vaya dándome cuenta de qué va el asunto este de vivir. Bueno. Lo que tenga que ser, será. Todo el mundo tiene su peculiar manera de divertirse y de emplear este tiempo de prórroga que se nos ha brindado antes de morir. Yo prefiero el desorden, el caos vital. A otros les da por ser infelices. Allá ellos.

La roca de Sísifo


La otra noche tuve uno de esos sueños con los que se despierta uno atontado, un poco perdido y sin saber dónde está ni si acaba de despertarse en la realidad o sigue soñando. Ese tipo de sueños que te dejan tocado durante todo el día, porque, de tan significativos y reveladores, da casi miedo asomarse a los oscuros pozos polvorientos sobre los que han arrojado un atisbo de luz que hacía siglos que no veían.


Aquel sueño eran en realidad dos, pero que venían a decir prácticamente lo mismo, aunque con diferentes matices. El primero de ellos me mostraba a mí mismo, desde la perspectiva de mi propia vista, escalando por un antiguo templo de corte oriental, una suerte de pagoda de piedra, ascendiendo hacia la cúspide con denodados esfuerzos, pues cada vez que mi mano se asía a algún saliente del edificio o mis pies se sostenían sobre alguna plataforma, saliente y plataforma se desprendían, convirtiéndose en polvo que desaparecía al viento. El templo se demolía a mi paso y me era imposible el ascenso a la cima.


En el segundo sueño me encontraba esta vez en el interior de una especie de edificio de planta circular, de paredes blancas apagadas por el tiempo, y recuerdo que era consciente de que me encontraba en una escuela o una universidad, porque a través de las puertas entreabiertas podía observar a jóvenes, también orientales, que asistían a las clases dictadas por un profesor en cada una de las aulas. Yo estaba allí debido a que necesitaba un documento firmado, tal vez un visado, no puedo estar seguro, puede que durante el sueño no lo supiese. Pregunté por la oficina a la que debía dirigirme y recuerdo nítidamente que me indicaron la segunda planta. En su centro, el edificio, que era circular, disponía de una escalera de caracol que comunicaba los distintos pisos. Una escalera que no era tal, puesto que al dirigirme a la segunda planta, como me habían señalado, advertí que se trataba de una rampa, y que cada vuelta de 360º correspondía a cada uno de los pisos, cosa poco probable a no ser que la rampa fuera en exceso empinada, que no lo era. No obstante, dejémosle esa ventaja al sueño, quizás hubiera pequeños escalones que suavizaran la pendiente. En mi camino hacia la segunda planta me cruzaba con muchos jóvenes que bajaban, y esto era lo más curioso: todos descendían, sólo yo subía por aquella rampa.


Finalmente llegué a mi destino, pregunté por la oficina de aquél que me solucionaría mis problemas de documentación y por señas me indicaron una habitación cercana. Entré y alguien me dijo allí que tenía que encaminarme primero a la planta baja, ya que necesitaba algo sin lo cual no se podía cumplimentar mi visado. De modo que otra vez caminé por la rampa escalonada, esta vez en descenso, hasta el lugar señalado, en el que me las apañé para que me informaran de que para conseguir lo que buscaba era necesario hacerse con algo que me darían en la cuarta planta.


Huelga decir que aquella broma tendía hacia el infinito, al igual que el sueño anterior. Ambos representan a la perfección lo que bien podría llamarse un bucle onírico, y como todo bucle, de irrealizable e interminable solución, que se pierde en una enorme red arborescente como de muñecas rusas. También me recuerda ahora un poco al mito de Sísifo, que fue castigado al suplicio eterno de empujar una roca montaña arriba que, sistemáticamente, cuando alcanzaba la cumbre se despeñaba rodando hacia abajo, todo por haber intentado –y conseguido– engañar a la muerte y al mismísimo Hades y alcanzar así la inmortalidad.


No me apetece sacar demasiadas conclusiones, no tengo necesidad ni ganas de psicoanalizarme. Sin embargo, algo queda claro, y es la necesidad, en los dos sueños, de ascensión mientras uno se encuentra con obstáculos imposibles de salvar, de suelos que se hunden bajo nuestros pies y ataduras que nos arrancan de una posible búsqueda del conocimiento tirándonos con violencia rodando escaleras abajo. Porque la búsqueda de un conocimiento superior es lo que simboliza, al menos a mí me lo parece así, la voluntad de elevación, de ascensión, de subida, de perfección, de la inmortalidad que buscaba Sísifo. Es el lenguaje que utiliza nuestro subconsciente para advertirnos que algo bulle en nuestro interior y que no hay manera de ocultar, por mucho que uno quiera enterrarlo terminará siempre aflorando. No hay escapatoria. Es ineludible.


En mi caso es un viaje, un largo viaje …

El viajero de ninguna parte

Soy viajero de ninguna parte,

no tengo más patria

que el suelo que sostiene mis pasos,

ni dirección que no pueda cambiar

con la brisa otoñal que arrastra las hojas.

Sólo tengo unos pocos sueños mal contados,

los que me caben en un bolsillo,

sólo puedo ofrecerte el otro,

para que guardes los tuyos

si te pesan demasiado,

también mi mano, ahora, si me acompañas,

pues lo demás, pasado y futuro, no existe, es nada,

y lo que no existe, no importa.

Retales a vuelamar: Epílogo al mar


Me disponía, aquella tarde plomiza de nubes negras, a escribir una oda al mar, que celebrara su belleza y al mismo tiempo llorara su pérdida, un escrito agridulce, grandilocuente, no carente de afectación ni adornos. El cuerpo me lo pedía, incluso antes de haber llegado a la playa, inmortalizar el que sería el último atardecer de mi estancia en Málaga, de modo que por el camino comencé a esbozar mentalmente las primeras palabras de aquel amargo réquiem por los amantes que han de arrancarse el último beso de los labios.


Lloviznaba con timidez cuando volví a sentir la arena húmeda bajo mis pies. El sol tornaba los ojos tras los nubarrones, cediendo su luz escarlata en favor de las tinieblas que en aquellas últimos estertores del ocaso se cernían a mi alrededor. Era perfecto, no podría haber imaginado un escenario más hermoso sobre el que escribir el epílogo de los días en aquel paraíso baladí.


Con estos pensamientos dejé la mochila a mi lado y me senté en la arena, como había hecho todos los días anteriores, a un metro escaso del vaivén de las olas de la orilla, a escuchar la voz del mar y tratar de transcribir su susurro al oído.


Garrapateaba unas líneas afortunadas, cuando la broza de una ola caprichosa me rozó la punta del pie. Vaya, está subiendo la marea, me dije, tendré que ir pensando en retirarme un poco de la orilla. Y no había terminado la frase cuando, de sopetón, y cogiéndome absolutamente desprevenido, un golpe de mar me cubrió por completo de agua y me arrastró hasta caer de espaldas sobre la arena mojada. Estuve rápido al quite y me levanté con rapidez, al menos para no quedar empapado por completo. Entonces recordé mi mochila, donde guardaba mis libros, pero sobre todo ¡mis cuadernos de diarios y estos retales a vuelamar aún manuscritos! Miré en torno a mí y la vi a un par de metros de distancia, flotando a la deriva, como una botella lanzada al mar, cuyo mensaje enrollado eran mis escritos de varios días, pero sin tapón de corcho que la cerrara. Me quedé lívido al cruzárseme por la mente la imagen de mis cuadernos con la tinta corrida, mojada e ininteligible por la humedad. A grandes zancadas salvé el trecho que nos separaba chapoteando por el agua, pues de nuevo vino otro golpe de mar, con lo que se me calaron los zapatos hasta los tobillos. Arranqué la mochila de las fauces del mar y la llevé a tierra firme, donde saqué los cuadernos, que habían resistido bien el envite de los elementos, salvo por los bordes, que se veían un poco afectados, y los libros, que habían salido peor parados, sobre todo Black & Blue, que quizá se lo mereciera. En adelante, las páginas acartonadas de ese libro me recordarían aquel golpe de mar, aquella despedida frustrada, aquella violenta expulsión del edén.


En esto, empezó a llover con más fuerza, de manera que los libros no tenían escapatoria y habían de aguarse bajo la lluvia o en el interior de la mochila, que también contaba con restos de arena y pequeñas conchas de mar. Me resigné a mi destino inexorable, y al de los libros, y me dispuse a largarme de allí sin mi preciado poema de despedida. Me fijé que un hombre que andaba sacando fotos del atardecer y de la estela de deltas que habían dejado las olas enbravecidas a su paso por la arena, había visto toda la escena, así que se habría reído de buena gana con mis gansadas. Y yo también solté una buena carcajada mientras cruzaba el paseo marítimo en dirección al puerto, vaya suerte la mía, esto sí que es ir a por lana y volver trasquilado.


Después de todo aquello, al calor de la soledad de la noche, cuando estoy escribiendo estas palabras, me asalta la sensación de que, sin duda, el mar eligió el mejor epílogo posible para estos retales a vuelamar que terminan aquí, porque de alguna manera sentí su tibio abrazo cuando me abordó la ola que hizo enrolarse a mi mochila, con mis cuadernos en su bodega, con destino tan incierto. Fue como si el mar reclamara esos escritos, que en puridad habían salido de él, como propios, y, por ello, libre de tragárselos entre sus abismos. Quizá no debería haberlos rescatado de las aguas, tal vez habría sido mejor regalárselos como pago, en sincero agradecimiento por la inspiración de aquellas horas de solaz.


Gracias.

Retales a vuelamar: Lluvia frente a la catedral


Otra tarde lluviosa en Málaga. Octubre no tiene visos de ser un mes demasiado conveniente para hacer turismo, en caso de que fuese turismo esto que hace uno. El clima de la costa suaviza las temperaturas, y eso se nota, pero nada parece poder hacer con las lluvias otoñales, que se derraman con suave languidez sobre la cabeza de uno mientras vagabundea por las calles, cosa que me encanta y se agradece sobremanera. El agua siempre ha sido para mí catalizador de sensaciones, me inspira, me mueve a pensar, a divagar a la deriva con el viento de popa de los sueños, y a escribir. Me apetecía escribir algo improvisado. Estaba cerca de la catedral, así que hacia allí me dirigí en cuanto arreció el temporal en busca de algún lugar donde pudiera desenvainar la pluma a cubierto. Lo mejor suele ser buscar una plaza bonita o una calle peatonal con tradición y sentarse en una cafetería o en una terraza cubierta, si la temperatura acompaña.


Encontré la catedral en la plaza del Obispo. Frente a su fachada había varias cafeterías con grandes sombrillas, que ese día se conoce que harían las funciones de paraguas. Me senté en la mesa más cercana a la catedral, para poder admirarla mejor mientras me tomaba un café y esgrimía unas líneas sobre el papel en tanto el cielo descargara su tristeza gris y apagada sobre la ciudad.


La Catedral de Málaga no es como las demás. Supongo que cada cual tendrá sus señas distintivas, si es románica o gótica, barroca o renacentista, pero no son como ésta. La fachada principal está dividida en dos pisos, en sentido horizontal, y tres calles, en sentido vertical, terminadas en una gran torre de las dos que en un principio dicen que estaban proyectadas. En el piso bajo se encuentran dispuestos tres arcos, dentro de los cuales están las grandes puertas, separadas por columnas retorcidas de mármol, llamadas salomónicas. Es una hermosa fachada, formada por mármoles de diversos colores, todos suaves y ocres, que van desde el blanco teñido de tiempo hasta los tonos más rosados y salmón, pasando por las tonalidades negras, macilentas, con vetas claras. En cambio, las catedrales que yo recuerdo poseen esa atmósfera críptica y sombría que desprenden las construcciones en granito oscuro, ese aire grotesco, inquietante, que rezuma mugre y sordidez, como de catacumba. La Catedral de Málaga es otra cosa, porque es alegre, de alguna forma se puede palpar que quien la levantara todo lo alta que es lo hizo para celebrar su fe, en lugar de encerrarla en una cueva de granito sórdido y grisáceo. De alguna forma me recuerda a la de San Marcos de Venecia, aunque no se parezcan mucho, pero sí en que no repelen al visitante, sino que, en vez de eso, invitan a entrar, si no fuese porque en ésta de Málaga hay una verja que impide el paso.


Suenan las campanas dando los tres cuartos: las seis menos cuarto. Ha dejado de llover. Aparece por la esquina el típico grupo de japoneses con sus paraguas, siguiendo a una guía española, que va acompañada de un hombre, también español, supongo, por su peculiar fisonomía oronda, que además será su marido, porque va cogida de su brazo mientras ella sujeta el paraguas. O tal vez sea al contrario, que él sea el guía y ella la consorte, tampoco importa demasiado.


Parece que la vida vuelve a florecer, porque la gente comienza a aparecer tras las esquinas como las amapolas entre los rastrojos del monte tras las lluvias y las palomas vuelven a su eterno y nervioso deambular. Me termino el mitad en vaso de caña, como siempre. Pido la cuenta. Hoy es mi último día aquí, mi última tarde. Necesito despedirme del mar. Daré una vuelta por el teatro romano y me tumbaré en la arena de la playa al atardecer.

Retales a vuelamar: La chica del puerto


Una chica joven, menudita, el cabello tintado de rojo intenso, apoyada de pie con los codos sobre la baranda que daba al puerto, los ojos levemente entornados, con ese rápido parpadeo nervioso y mecánico, casi imperceptible, como en éxtasis, que nos deja entrever algo de luz. Y entre la sinfonía de azules dorados tocada por el cielo, el horizonte y el mar al atardecer, para ella en ese instante en el que yo paseaba por allí sólo existía el sonido de los astilleros, el rumor de los motores de los barcos, el crepitar de las cuerdas y las sogas al tensarse en los muelles, el crujido de la madera de las quillas al dilatarse y contraerse, el chapoteo de los remos de los piragüistas al hundirlos en el agua, el bramido ronco de las sirenas de los cargueros en lontananza, el vaivén del agua calma, el batir suave de las olas, el gorjeo de las palomas y las gaviotas, el silbido grave de la brisa salada, el ruido de las máquinas, las voces de los trabajadores del puerto y de los marineros, …


Fue una visión fugaz. Yo pasaba por allí, de camino al faro, y no me detuve, pero me quedó la impresión indeleble del rostro de aquella chica, con los ojos cerrados casi, fundiéndose con la voz del mar. Se conoce que el mundo está plagado de soñadores, es entonces cuando a uno se le dibuja una sonrisa de alivio en la cara, se mete las manos en los bolsillos y sigue su camino silbando una coplilla de cuando chico, reconfortado al comprobar que uno no está solo.

Retales a vuelamar: Lluvia y café


El cielo amenazaba lluvia, y cumplió. Me desperté en aquella cama que no era la mía, en aquella habitación tan vacía de mí, bajo aquel techo desconocido, con el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el alféizar de la ventana. Vaya día de playa, pensé. Ese día, como casi todos los días que llevo en Málaga, tenía la intención de pasar toda la mañana en la playa, escribiendo, leyendo, o simplemente estando allí, que es de lo que se trata.


Desde hace algún tiempo me llegan ecos de algo que ya me parece irreprimible, una llamada que se abre paso como un caudal entre los silencios y que me atrae, una sensación que es tan difícil de eludir como imposible de explicar. Por eso, cuando Galisteo me propuso quedarme unos días en su piso de Málaga si me sacaba la carrera, no lo pensé ni por un instante. Y aquí estoy, solo, puesto que Galisteo trabaja por las mañanas, sentado a la orilla del mar inmenso, al fin.


Aún llovía afuera, sobre la calle desierta. Entré en un bar para desayunar, para ganar algo de tiempo mientras el cielo se decidía si escampar o aguarme el día de playa. Al parecer en Málaga tienen una forma peculiar de nombrar algunos tipos de cafés. Yo suelo pedir siempre un café con leche en vaso de caña, pero aquí al café con leche se le llama un mitad, y si es en taza grande, un doble. De menor a mayor cantidad de leche en el café se denominan solo, manchado, mitad, sombra y nube. A la hora de pedir un manchado puede dar lugar a error si somos de fuera de Málaga, pues aquí lo que consideran manchado es el café de leche, no la leche manchada de café como en todos sitios, de modo que es menester andarse con cuidado si no queremos que nos sirvan algo radicalmente opuesto a lo que hemos pedido. Pero siempre termina alguien pagando la novatada. Y por si fuera poco, la camarera del bar era árabe, aunque nada de velos ni de túnicas, ésta era una mora joven de veintitantos, de ojos oscuros y profundos y piel aceitunada, alta, una mujerona, que aún no se desenvolvía demasiado bien con el idioma, y menos con alguien como uno que andaba pidiendo cafés con leche en vasos de caña. En estas situaciones tan extrañas se da cuenta uno de lo raro que se es.


Al salir, tras un mitad en vaso de caña, un pastel y algunas páginas del libro que tengo entre manos, comprobé que el cielo me daba cierta tregua, aunque sin renunciar a una leve lluvia fina. Tomé entonces la determinación de seguir con el plan previsto y, una vez en el centro, ya se vería. Subí al autobús que conducía al centro, al Paseo de la Alameda, y fue bajar del autobús y salir de repente un sol que no podía ser más radiante. En ese momento, la gente de la calle, como movida por un movimiento mecánico, cerraba los paraguas al unísono y se quitaba la ropa de entretiempo, por el sofoco, para quedarse sólo en manga corta. Visto lo visto, me dirigí hacia la playa.


Ahora, ya en la orilla del mar, en tanto escribo estas líneas, el sol acaba de ocultarse entre nubes grises tras el faro del puerto, aunque al menos no llueve. Me pasaría toda la vida así, tal cual me encuentro en estos momentos, tirado sobre la arena húmeda, que no se adhiere a la ropa si está seca, esbozando palabras sobre un lienzo difuminado como a través de un velo azul, que es el cielo, rodeado por el rumor de las olas rompiendo con suavidad en la orilla y un sabor de arena y sal en los labios.


Pero es hora de despertar. Esto, como todo en esta irónica existencia, es efímero también. Recuerda que has quedado con Quique para comer. Ya es la hora. Tendrás tiempo de volver, porque a los paraísos siempre se vuelve, aunque ya estén perdidos, aunque sólo sea en sueños.


Retales a vuelamar: Prólogo al mar


Málaga. Playa de la Malagueta. El mar ha encerrado siempre en sí un secreto, un misterio en su infinitud: esa extraña cualidad de hacernos soñar. Sentado en la arena, con los pies mojados por el vaivén tímido de las olas de la orilla, uno no puede por menos de evocar las historias de aventuras que leía cuando niño en las largas horas de siesta estival, cuando nadie le veía. Entonces, aquel niño abría el libro otra vez por la página marcada el día anterior y volvía a embarcarse como cada tarde en el Covenant de Stevenson para volver a naufragar agarrado a una tabla salvavidas en alguna isla misteriosa como las de Verne.


Uno sigue siendo el niño aquel, aunque ahora tenga veinticuatro años, y donde otros verían, al igual que yo los veo delante de mí, tres simples maderos desperdigados por la playa, yo veo los restos de un gran naufragio, de un antiguo barco que encalló en las proximidades de la Malacca fenicia cuando seguía la ruta de cabotaje camino de Gadir, o tal vez de una galera romana perseguida por los piratas del Mediterráneo que no logró llegar al puerto malacitano. Si no fuese porque uno sabe que la madera no sobrevive, sino que se degrada y se diluye en el mar de los años, estos maderos podridos bien podrían ser trozos del mástil del bergantín en el que uno se hubiese enrolado de haber nacido dos siglos antes. Por eso el mar ha hecho soñar a los hombres durante milenios, porque el mar es el símbolo de lo infinito, de lo inalcanzable, de lo inextricable, de todo aquello que está más allá de nuestro entendimiento, y, por tanto, y desde siempre, de lo divino. Si pudiera asomarme a la inmensidad del universo, yo creo que lo haría así, como estoy ahora, sentado en la orilla, como lo hicieron los antiguos, escrutando la línea del horizonte, desdibujada por las nubes oscuras de un cielo plateado de finales de octubre, en busca de lo desconocido, en pos de sueños inciertos que acaso nunca dejen de ser eso, sueños en tierra firme. Pues sólo para aquellos de corazón bravo está hecho el mar, sólo para aquellos que no se arredran ante lo ignoto, ante la infinitud y la remota lejanía de los sueños irrealizables, está hecho el mar.


Y uno, mientras hace acopio de bravura para el propio corazón, se conforma con tener al menos los pies sumergidos en el mar, pero bien asentado en tierra, escudriñando en lontananza los difusos confines de inacabables olas que vienen y van, cuando lo que tanto busca acaso esté en las sombrías aguas abisales del alma.


Es una sensación desasosegante el mirar desde la costa el inabarcable mar azul en calma, sabiendo que está uno sobre la misma arena que pisaron tantos hombres antes que uno, siglos y siglos antes que uno, hombres que contemplaron aquellas mismas aguas, que entonces tenían otros nombres que el inexorable paso del tiempo fue borrando, igual que borrará nuestro recuerdo de la memoria de aquellos que en otro siglo vean la vida pasar desde aquella playa, que ya tendrá otro nombre, distinto, como distintas serán las palabras de admiración que pronuncien sobrecogidos por su belleza, pues las nuestras se las habrá llevado la caprichosa brisa del ocaso.