miércoles, 24 de septiembre de 2008

Viaje a París (V): Una carta sobre un banco solitario

Aquella tarde deambulamos por el Barrio Latino, el Centro Pompidou, los Archivos Nacionales, el Barrio del Marais y el Barrio de Saint Germain des Prés. Uno casi podía palpar el suave influjo de la magia de París, de su gente, de las parejas que paseaban de la mano, de las luces del alumbrado navideño, del adoquinado de brillo mojado de las calles, de los colores apagados del invierno, de las farolas de luz vaporosa; París es todo esto, París es querer perderse por entre sus callejuelas decadentes como en el País de Nunca Jamás, porque ciertamente hay algo de infantil en tanta belleza y en los sentimientos que induce en el visitante. Una belleza que es paz de espíritu, en tanto que es pura, que nos devuelve a la niñez, a aquella época que siempre recordamos con ojos soñadores y una sonrisa en los labios.


Caminaba uno casi hipnotizado por el halo mágico de la ciudad, mientras Maluba y Laura iban por delante, agarradas del brazo, hablando de sus cosas. Yo aspiraba con fuerza el aire blando y fresco, un poco en éxtasis. Intentaba tomarle el pulso a cuanto se me cruzaba por la vista. Se sabe que los momentos inolvidables son los más efímeros, y que ganan cuerpo con el paso del tiempo y con la nebulosa del recuerdo, sin embargo uno desea absorber cuanto más mejor de ese sueño que le envuelve, antes de que se diluya en el crisol de la memoria.


Empezaba a oscurecer cuando llegamos a la Place des Vosges, la plaza más antigua de París, sita en Le Marais. Una banda de música tocaba cerca de allí. La plaza está formada por un gran parque en su centro, con jardines y árboles a su alrededor, y se encuentra rodeada por un conjunto arquitectónico de estética típicamente parisina, muy del siglo XVII, que fue cuando se construyó. Solía llamarse, hacia 1800, después de la Revolución, la Plaza Real, pero se tornó en Place des Vosges, al parecer con motivo de la diligencia con la que los habitantes del departamento des Vosges pagaban sus impuestos. Fue éste, además, lugar de residencia de grandes personalidades de la sociedad y la cultura francesas, como Víctor Hugo.




Plaza des Vosges


A las chicas les llamó la atención la banda de música y corrieron tras sus compases. Pero, antes de salir del recinto, al pasar por su lado, descubrimos con estupefacción una carta sobre un banco solitario del parque. ¿Cómo era posible? Pero, efectivamente, allí estaba. «Pour Philippe», rezaban dos palabras dibujadas con una bonita redondilla femenina. Sin remite, sólo un destinatario misterioso que aún no había llegado. El sobre estaba pegado al banco con celofán blanco, pero poco podía hacer contra la lluvia que había caído aquella mañana. El papel estaba humedecido y la tinta azul parecía llorar por la ausencia de aquel hombre llamado Philippe.



Ciertamente, creo que algo así sólo puede hacerlo una mujer. Un hombre no podría realizar un acto de amor desprendido tan amargo como dejar una carta en el buzón de la providencia. Un hombre no podría llegar a imaginar algo que encierra en sí tanta tragedia silente. Un hombre simplemente llora sus fracasos; una mujer, además, se aferra a su tristeza. Eso las ennoblece.


Quizás aquel banco fuese el lugar donde se conocieron, ella y Philippe. Tal vez ella estuviera esperando, oculta tras una esquina de la plaza, a que el baile de las causualidades le hiciera a Philippe regresar al parque donde se encontraron por primera vez, donde comenzó una historia de amor truncada, tal vez ella nos observara en aquel momento desde la esquina y suplicara que no arrancáramos el testamento de su dolor de aquel banco. No lo hicimos, claro. Las chicas querían ir a ver a la banda de música, momento que yo aproveché para hacer una fotografía apresurada de la carta abandonada en el banco.


La velo nocturno cayó sobre París muy temprano. Pasadas las cinco de la tarde era ya prácticamente noche cerrada. Seguimos la ruta que nos indicaba Maluba, que nos llevó por la orilla izquierda del Sena hasta la Iglesia de los Inválidos. Desde allí cruzamos el río por el Puente de Alejandro III, nombrado así en homenaje al Zar Alejandro III de Rusia, que es de lejos el puente más ornamentado de París. Pasamos la Avenida W. Churchill, dejando a ambos lados el Petit Palais y el Grand Palais, en nuestro camino hasta los Campos Elíseos, donde terminamos nuestro recorrido aquella jornada.


Al final del día íbamos todos un poco silenciosos, cada cual a solas con sus pensamientos, paseando entre el gentío bajo las lucecillas doradas que colgaban de los plátanos de sombra de los Campos Elíseos. Empezó a caer de nuevo una leve lluvia fina, se abrieron los paraguas. Pero de mi cabeza no podía apartar aquella carta muerta en el banco, como el mensaje en una botella lanzada al mar por un náufrago, ni podía dejar de pensar en aquella mujer que acaso aún esperara, tras una esquina de la Plaza des Vosges, al amor que partió y que no volverá para leer su carta humedecida por el llanto del cielo.




El cielo lloraba sobre los Campos Elíseos

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