domingo, 12 de octubre de 2008

Viaje a París (y XII): El eterno palíndromo



La gran pirámide de cristal y el Louvre

Continué mi largo paseo por el centro de París a través de los Jardines de las Tullerías. El término de las Tullerías penetra directamente en el Museo del Louvre, en el recinto que alberga la gran pirámide de cristal, que sirve de entrada al museo. La gente se agolpaba a su alrededor, atraídas por la lectura de noveluchas de misterio esotérico, como hormigas alrededor de unos despojos. Yo pasé de largo y atravesé los patios interiores del Louvre hasta llegar al Patio Cuadrado. De allí me dirigí, por la salida lateral, al Puente de las Artes, inmortalizado por Cortázar en Rayuela. Desde el puente bordeé la Isla de la Ciudad hasta llegar a la Plaza de St. Michel y al fin a la catedral de Notre Dame.



Vista lateral sureste de Notre Dame desde la orilla del Sena

Caí rendido en un banco frente a la catedral, que se erguía majestuosa sobre el cielo blanco azulado. El paseo desde el Arco del Triunfo me había llevado más de dos horas, que fácilmente supondrían unos cinco kilómetros de recorrido. Así que en el banco me quedé, recuperando el resuello, mientras contemplaba la fachada oeste de Notre Dame. Sabía, sin embargo, que si Notre Dame era extraordinaria no era por aquella fachada, que es la imagen más popular de la catedral, sino por todo lo demás, por sus laterales y su parte trasera, la que mira al este. Es precisamente ésta la distinción entre la dualidad de influencias estilísticas que se aprecian en el monumento: ciertas reminiscencias del románico normando, con su fuerte y compacta unidad, en la fachada principal; y en el resto de la construcción, la evolución arquitectónica del gótico confiere al edificio un aspecto sombrío, siniestro y mágico, como de cuento de hadas, presente en los trazos picudos de la edificación, de matices grisáceos y pesarosos, de arcos ojivales, de finas y alargadas columnas y de cúpulas estilizadas. El esqueleto de soporte estructural es visible desde el exterior, lo que le da una apariencia un poco grotesca, como de esqueleto de un animal prehistórico colosal. En París esto es algo que sucede a menudo, se disfraza la decadencia, muchos monumentos tienen su cara amable, la que muestran al público, pero luego está la cruz de la moneda que pocos buscan, aquélla que está ennegrecida por el deterioro y el moho, y que suele dar a una calle trasera, decuidada y harapienta. No es el caso de Notre Dame, su estado no es en absoluto ruinoso, pero prefiere uno estas otras caras de la moneda, que resultan un tanto lúgubres y que poseen más encanto, más poesía, de la misma forma que siempre encontré mayor placer en las caras B de los singles de música.



Vista trasera oriental de Notre Dame

Sin darme apenas cuenta, había vuelto al mismo lugar en el que comencé este viaje a París. Observé nuevamente, desde el banco donde descansaba, el mojón al que me había subido para buscar a Maluba y Laura. Todo pasa, todo llega y se va. A veces es complicado sustraerse a la melancolía del pasado, aunque sea del más inmediato.

Me incorporé. Faltaba alrededor de una hora para la una del mediodía, así pues me despedí con mirada triste de Notre Dame mientras me alejaba de allí en dirección al metro, camino de la estación de autobuses. Pasé de nuevo al lado de la fuente de San Miguel y el Caído. Aquella escultura fue lo primero que vi de París. También fue lo último, antes de que los ínferos volvieran a engullirme por la misma boca de metro que hacía tres días me había escupido por vez primera. Hice el trayecto opuesto hasta llegar a la parada de Galliéni, en la estación de Charles de Gaulle. De nuevo me subí en el autobús que me llevaría, tras diecisiete horas de viaje nocturno e insufrible, hasta Madrid. Y una vez allí, sacar otra vez el billete para Pozoblanco. Para mi sorpresa, en el autobús volví a encontrarme con Matías, con quien había coincidido en el viaje de ida a Madrid, y que, como yo, también regresaba de su Nochevieja precisamente ese mismo día, que ya es coincidencia. Cosas de la danza de la realidad y sus causualidades. El círculo parecía querer cerrarse. Todo se repetía, aunque en sentido inverso, como un número capicúa. Tal vez Nietzsche tuviera razón cuando decía aquello del Eterno Retorno, de que todo acaba repitiéndose, que el mundo es inmutable y perdurable con el transcurso de los años y los siglos, que la existencia es circular, cíclica, pendular, o que, como decía Azorín, vivir es ver volver, y que nuestras vidas vienen a ser eso, algo así como un palíndromo caprichoso que nos pasamos leyendo de delante atrás y de atrás adelante durante el resto de nuestros días.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué pena no haber visto París más que en fotos ajenas.

Anónimo dijo...

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Dirty Clothes dijo...

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Rafael Garbero dijo...
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