miércoles, 24 de septiembre de 2008

Viaje a París (VII): La inolvidable Nochevieja parisina



El Club de la Bohème Absurda: Maluba, Laura y yo, aquella noche en los Campos Elíseos


Nochevieja en París. El solo pensamiento invitaba a fantasear. Sin embargo, no debíamos pensar en otra cosa que en el hecho de que al día siguiente habríamos de levantarnos temprano para seguir con nuestro tour parisino. Maluba había recibido la llamada de una amiga, que nos invitaba a una cena que habían organizado el grupo de amigos españoles que Maluba, al volverse a España hacía un año, se había dejado en París. Huelga decir que aceptamos, más que todo porque no nos veíamos una Nochevieja, y más en París, acostándonos con las campanadas.


La cena transcurrió como transcurren las cenas entre viejos amigos: entre risas y recuerdos. Laura y yo, que no conocíamos a nadie —y, encima, ella y yo acabábamos de conocernos el día anterior—, aguantábamos el tipo como podíamos, mientras Maluba intentaba recuperar el tiempo perdido con sus amigos pasados. Yo he de confesar que me lo pasé genial, estuve hablando con mis vecinos de mesa, aunque más bien eran vecinas, y me pasé la cena entre carcajadas. Y es que estas vecinas resultaron ser muy simpáticas y, sobre todo, un poco payasas, vaya en el sentido más honroso de la palabra, y me hicieron la velada más agradable de lo que esperaba entre tanto desconocido.


A las once de la noche se materializó un rumor que había estado sobrevolando las conversaciones de la cena: ir a los Campos Elíseos a tomarnos las uvas con las campanadas. Pero si en Francia no existe eso de las uvas ni las campanadas. Eso tenía solución, al menos en parte, pues las chicas habían comprado lotes de uvas para todos. De modo que, cada cual con su docena de uvas en vasito de plástico y una botella de champagne francés, nos dirigimos todas —y es que todo se pega— hacia el metro para despedir el año en los Campos Elíseos. Entonces comenzó el Apocalipsis.


Llegar al metro, esperar en el andén, descorchar la botella de champagne francés, servir el champagne en los vasitos de plástico, brindar por el futuro, beber, entrar en el vagón, asirse a cualquier lado para no caerse, hablar como sólo se habla en los países extranjeros, reír como sólo se ríe bajo el efecto del champagne, cantar canciones estúpidas, bajar del vagón, correr a contrarreloj, hacer transbordo, volver a subir a otro metro, apretujarse entre la gente, empujar al de al lado, empezar a hacer calor, cubrirse los cristales de vaho, entrar cada vez más muchedumbre en el vagón, resoplar sofocados, abrir las ventanillas, agobiarse, parecer sardinas enlatadas en escabeche, sospechar que aquello no había sido buena idea, desear no haber salido de casa, llegar el metro a la parada de Champs Elysées Clémenceau, salir la marabunta al detenerse el vagón, respirar, darse prisa para no llegar tarde, intentar entrar las miríadas y riadas de todo París por la boca de metro de los Campos Elíseos, saborear el miedo, crisparse los nervios, activarse los instintos más primitivos, luchar por sobrevivir entre la turba, producir adrenalina, apartar de nuestro paso a los poco despabilados, estar atento a las avalanchas humanas, ver peleas entre las cabezas, agarrarnos entre las chicas y yo de la ropa para no perdernos, resultar imposible, separarse por las embestidas de la gente, desoír los chillidos de terror de mujeres histéricas, ignorar los gritos de los energúmenos, procurar mantener la calma, tratar de no perder de vista a las chicas, pasar veinte personas a la vez por los rodillos unipersonales, remontar el primer escalón de las escaleras de salida, ver aliviado un trozo de cielo negro y estrellado al final de aquel hormiguero, ascender a base de empujones, avanzar como si a uno le fuera la vida en ello, mirar el reloj, faltar sólo cinco minutos para medianoche, ver policías al final de la escalera, suspirar aliviado, encontrar Maluba un zapato antes de llegar arriba, agacharse con peligro se ser arrastrada y enterrada por las hordas humanas, llegar al fin a la cima de la escalinata, entregar Maluba el zapato a un policía, volver a respirar, sentirse renacer, reagruparnos, faltar dos minutos escasos para las doce, situarnos en medio de los Campos Elíseos, creerse en el centro del mundo, ver crecer el Arco del Triunfo delante, centellear la Torre Eiffel a la izquierda, girar la noria y el obelisco de la Plaza de la Concordia detrás, sacar los vasitos de plástico con las uvas, contener la respiración, estremecerse, inspirar emocionados, llegar las doce y...


Un silbido rasgó el velo de la noche, todos miramos hacia el cielo para ver el fuego artificial ascender hacia las alturas y deshacerse en una nubecilla de humo gris sin pena ni gloria, como esos fuegos artificiales que están húmedos y salen ranas. Bueno, pensamos todos, ése sería sólo el primero de una gran sinfonía de estruendos y luminarias al pie del Arco del Triunfo como siempre se ve por televisión. Pero no hubo nada más. La gente comenzó a abrazarse a nuestro alrededor. Miré el reloj: las doce en punto.


Temiéndose aquello, las amigas de Maluba, inasequibles al desaliento, empezaron a cantar las campanadas, y así nos tomamos las uvas, sin una mala campanada, sin un pobre fuego artificial que hiciera distinguirse aquella noche de las demás. Lo única diferencia era que la Torre Eiffel refulgía con luces blancas como un enorme árbol de Navidad. Luego volvimos a brindar por el nuevo año con más champagne, que supongo que debía de haber más botellas en los bolsos de las chicas, si no es que no se comprende.


La caterva comenzó a dispersarse. Poco quedaba por hacer allí, todo había terminado, acaso antes de empezar. Entonces recordamos que al día siguiente nos esperaba otro buen tute de patearse París, así pues mejor sería retirarse a tiempo, que de esa forma se fraguan las victorias, y nos despedimos de las amigas de Maluba, que se marchaban de cotillón a alguna discoteca cercana. Y así fue cómo el Club de la Bohème Absurda fue, vio y salió trasquilado cuando iba a por lana a los Campos Elíseos la inolvidable Nochevieja para olvidar de 2007.

Viaje a París (VI): El Club de la Bohème Absurda

El sueño fue reparador. Después de algo más de treinta y seis horas sin probar una cama, uno se deja caer sobre el lecho, sea cual sea, como si fuese entre mullidos algodonales celestiales. Las chicas creo que se ducharon, pero para entonces ya había yo fundido en negro sin remisión.


Sonó la alarma del despertador. Ocho horas de sueño nunca han sido suficientes. Maluba y Laura se levantaron. Yo pedía árnica y cinco minutos más. Nada, tuve que meterme debajo de la ducha casi a rastras, mientras ellas preparaban los bocadillos.


¿Dónde me encontraba? Lo recordé: en París, con aquellas dos chicas que apenas conocía. Creo que fue entonces, bajo el agua tibia de la ducha, la primera vez que fui plenamente consciente de la situación. Un suspiro.


Día de San Silvestre. Empezamos por Montmartre, antaño refugio de escritores y artistas fracasados, residencia de otros tantos triunfadores, como Picasso, lugar de cafés y tertulias, de líos de faldas y borracheras que han pasado a la Historia. Nada más llegar todo eso se huele en el aire, pues resulta tan característico su aroma como aquél un poco rancio de las iglesias, ése que nos advierte que entramos en un viejo recinto sagrado, un sanctasanctórum de la Bohemia, y eso los soñadores, como uno, lo agradecen.


Montmartre se construyó sobre una colina, cuya cima está coronada por el Sagrado Corazón, una de las construcciones más emblemáticas de París, aunque también es un barrio conocido por ser zona comercial típicamente parisina, en la que pueden encontrarse cafés, restaurantes y lugares de diversión nocturna como el Molino Rojo y la Place du Tertre. Nos perdimos entre la gente por las calles que circundaban la Place du Tertre, entre músicos al aire libre, artistas callejeros, pintores de brocha, de pincel, de espátula, al carboncillo, con esponja, al pastel, al óleo, a la cera, a la acrílica, en lienzo, en papel, con marcos, sin marcos, caricaturistas, retratistas, calígrafos, tiendas de suvenires, calles angostas y empedradas, policías en bicicleta, cuestas arriba, cuestas abajo, todo atestado de gente, todos extranjeros, que se cruzaban una y otra vez, que subían, que bajaban, que compraban, que se retrataban, que se caricaturizaban, que se sacaban fotografías con los pintores, los músicos, los cuadros, las tiendas, los cafés y todo cuanto resultara curioso al turista.




Place du Tertre


Y de repente la nada. Salimos a una calle desierta, no se veía un alma, sólo una mujer mayor subiendo tranquilamente la cuesta con la bolsa del pan, algún coche aparcado en la acera y unos árboles al fondo, mecidos por el viento. El tiempo pareció detenerse. Como si fuéramos los primeros viajeros que pisaban aquel suelo. Por supuesto, no nos volvimos sobre nuestros pasos, sino que nos miramos, sonreímos y nos internamos en aquel mundo nuevo que se mostraba virgen y en toda su plenitud ante nosotros. Esto era la realidad, la cotidianeidad, la rutina, el corazón de Montmartre: esa mujer con la compra de regreso a su casa, el coche y los árboles. Pero sobre todo el silencio. No lo que habíamos dejado atrás, eso era el ruido del circo, un teatro para niños ya talludos, un parque temático. Así es como yo lo veo al menos, supongo que será eso lo que nos diferencia a los viajeros de los turistas.




Maluba y James Bond, al fondo el Sagrado Corazón


Seguimos un poco sin rumbo, y así fueron apareciendo ante nuestros ojos, sin buscarlos, los rincones secretos de Montmartre. A la vuelta de una esquina nos sorprendió el Molino Radet; tras otra, casas de paredes de enredadera, algunas medio derruidas, decadentes, abandonadas; más adelante, el Castillo de las Nieblas; algunos cafés solitarios y sin clientela; y el Sagrado Corazón para culminar. En un momento dado, ante la contemplación del cartel dorado de un café llamado La Bohème, seducidos por el hechizo del lugar y embriagados de intelectualidad y surrealismo, decidimos fundar allí mismo, las chicas y yo, entre risas, lo que dimos en llamar el Club de la Bohème Absurda: un grupo de viajeros, de escritores, de artistas, de bon-vivants, deseosos de vivir y beberse la vida, que no es poco.



Delante de la basílica un hombre tocaba el arpa. A su alrededor se había formado una conglomeración de gente que asistía visiblemente emocionada al concierto. Sus rostros estaban relajados, las facciones eran el fiel reflejo de la serenidad. Y a mí me pasó lo mismo, pues soy bastante sensible a la música callejera, más aún la de cuerda. De hecho fue una epifanía musical callejera, hace ahora justo un año, la que me alentó a comenzar este cuaderno de bitácora. Pronto entré un poco en éxtasis, en un dulce trance al compás de las notas que el músico dejaba escapar del arpa, mientras Maluba se dedicaba a sacarme fotografías durante mi proceso catártico. Se ve un bonito panorama desde aquella altura, París se le ofrece majestuoso al observador en toda su extensión. Lástima que la nubosidad de aquel día velara de blanco el lienzo.




Durante la epifanía del arpa, al fondo el lienzo velado de blanco


No podíamos olvidar que aquella noche era Nochevieja, y aunque no habíamos ido a París de fiesta, sí que se nos tenía reservada una pequeña aventura que nunca olvidaríamos. No obstante, antes de que oscureciera, aún tuvimos tiempo aquella jornada para tomar crêpes en un café típico de estampa parisina y dar largos paseos por las Tullerías, la Ópera, la Plaza Vendôme, los Jardines de Luxemburgo, el Senado, el Boulevard Saint-Michel, el Panteón, la Rue Mouffetard, el Barrio Latino y sus alrededores.

Viaje a París (V): Una carta sobre un banco solitario

Aquella tarde deambulamos por el Barrio Latino, el Centro Pompidou, los Archivos Nacionales, el Barrio del Marais y el Barrio de Saint Germain des Prés. Uno casi podía palpar el suave influjo de la magia de París, de su gente, de las parejas que paseaban de la mano, de las luces del alumbrado navideño, del adoquinado de brillo mojado de las calles, de los colores apagados del invierno, de las farolas de luz vaporosa; París es todo esto, París es querer perderse por entre sus callejuelas decadentes como en el País de Nunca Jamás, porque ciertamente hay algo de infantil en tanta belleza y en los sentimientos que induce en el visitante. Una belleza que es paz de espíritu, en tanto que es pura, que nos devuelve a la niñez, a aquella época que siempre recordamos con ojos soñadores y una sonrisa en los labios.


Caminaba uno casi hipnotizado por el halo mágico de la ciudad, mientras Maluba y Laura iban por delante, agarradas del brazo, hablando de sus cosas. Yo aspiraba con fuerza el aire blando y fresco, un poco en éxtasis. Intentaba tomarle el pulso a cuanto se me cruzaba por la vista. Se sabe que los momentos inolvidables son los más efímeros, y que ganan cuerpo con el paso del tiempo y con la nebulosa del recuerdo, sin embargo uno desea absorber cuanto más mejor de ese sueño que le envuelve, antes de que se diluya en el crisol de la memoria.


Empezaba a oscurecer cuando llegamos a la Place des Vosges, la plaza más antigua de París, sita en Le Marais. Una banda de música tocaba cerca de allí. La plaza está formada por un gran parque en su centro, con jardines y árboles a su alrededor, y se encuentra rodeada por un conjunto arquitectónico de estética típicamente parisina, muy del siglo XVII, que fue cuando se construyó. Solía llamarse, hacia 1800, después de la Revolución, la Plaza Real, pero se tornó en Place des Vosges, al parecer con motivo de la diligencia con la que los habitantes del departamento des Vosges pagaban sus impuestos. Fue éste, además, lugar de residencia de grandes personalidades de la sociedad y la cultura francesas, como Víctor Hugo.




Plaza des Vosges


A las chicas les llamó la atención la banda de música y corrieron tras sus compases. Pero, antes de salir del recinto, al pasar por su lado, descubrimos con estupefacción una carta sobre un banco solitario del parque. ¿Cómo era posible? Pero, efectivamente, allí estaba. «Pour Philippe», rezaban dos palabras dibujadas con una bonita redondilla femenina. Sin remite, sólo un destinatario misterioso que aún no había llegado. El sobre estaba pegado al banco con celofán blanco, pero poco podía hacer contra la lluvia que había caído aquella mañana. El papel estaba humedecido y la tinta azul parecía llorar por la ausencia de aquel hombre llamado Philippe.



Ciertamente, creo que algo así sólo puede hacerlo una mujer. Un hombre no podría realizar un acto de amor desprendido tan amargo como dejar una carta en el buzón de la providencia. Un hombre no podría llegar a imaginar algo que encierra en sí tanta tragedia silente. Un hombre simplemente llora sus fracasos; una mujer, además, se aferra a su tristeza. Eso las ennoblece.


Quizás aquel banco fuese el lugar donde se conocieron, ella y Philippe. Tal vez ella estuviera esperando, oculta tras una esquina de la plaza, a que el baile de las causualidades le hiciera a Philippe regresar al parque donde se encontraron por primera vez, donde comenzó una historia de amor truncada, tal vez ella nos observara en aquel momento desde la esquina y suplicara que no arrancáramos el testamento de su dolor de aquel banco. No lo hicimos, claro. Las chicas querían ir a ver a la banda de música, momento que yo aproveché para hacer una fotografía apresurada de la carta abandonada en el banco.


La velo nocturno cayó sobre París muy temprano. Pasadas las cinco de la tarde era ya prácticamente noche cerrada. Seguimos la ruta que nos indicaba Maluba, que nos llevó por la orilla izquierda del Sena hasta la Iglesia de los Inválidos. Desde allí cruzamos el río por el Puente de Alejandro III, nombrado así en homenaje al Zar Alejandro III de Rusia, que es de lejos el puente más ornamentado de París. Pasamos la Avenida W. Churchill, dejando a ambos lados el Petit Palais y el Grand Palais, en nuestro camino hasta los Campos Elíseos, donde terminamos nuestro recorrido aquella jornada.


Al final del día íbamos todos un poco silenciosos, cada cual a solas con sus pensamientos, paseando entre el gentío bajo las lucecillas doradas que colgaban de los plátanos de sombra de los Campos Elíseos. Empezó a caer de nuevo una leve lluvia fina, se abrieron los paraguas. Pero de mi cabeza no podía apartar aquella carta muerta en el banco, como el mensaje en una botella lanzada al mar por un náufrago, ni podía dejar de pensar en aquella mujer que acaso aún esperara, tras una esquina de la Plaza des Vosges, al amor que partió y que no volverá para leer su carta humedecida por el llanto del cielo.




El cielo lloraba sobre los Campos Elíseos

Viaje a París (IV): Estatuas de sal


Resurgí de los ínferos poco antes de las dos del mediodía. Lo primero que vieron mis ojos, al regresar de las profundidades de la tierra a la luz del día, fue la fuente con la estatua del Ángel Caído sometido bajo la espada flamígera y el calcañar del arcángel San Miguel. Inmediatamente me recordó a aquella otra admirable escultura del Caído en el Parque del Retiro de Madrid, la única estatua del mundo erigida en honor a Luzbel, el portador de la Luz. Esta otra, la de París, en cambio, simboliza la victoria de San Miguel, el triunfo del Bien sobre el Mal. La figura de Luzbel siempre ha ejercido una poderosa atracción sobre mí. El cristianismo deformó su representación primigenia hasta reducirla a la simple encarnación del Mal absoluto, olvidándose de libros sagrados hebreos aceptados por los Padres de la Iglesia, que se obviaron en el canon resultante del Concilio de Hipona, como el Libro de Enoch, que nos presenta a Luzbel como una suerte de Prometeo hebreo, dador del fuego de Dios a los hombres, de ahí Luzbel, portador de la Luz. La historia de la victoria del arcángel Miguel sobre el Caído, como tantas otras tradiciones apócrifas adoptadas por el cristianismo, tampoco se encuentra en la Biblia, quien tenga curiosidad que lo compruebe. Pero ahora es el momento de París.


Frente a mí, a unos cien metros, se recortaba la fachada de tonos crema de la gran catedral de Notre Dame sobre el cielo plomizo parisino. Aligeré el paso, las chicas me esperaban. Sucede que muchas veces ciertas ciudades son especiales por cuanto evocan y desentierran del imaginario colectivo de nuestro subconsciente. París forma parte de nosotros en forma de imágenes, fotografías, libros o fotogramas de películas que han quedado grabados en los sustratos del recuerdo. Por eso, al contemplarlo con los propios ojos, sin pantalla ni papel de por medio, despierta tanta admiración el monumento que uno creía de alguna forma producto de la irrealidad nebulosa de los sueños, como si se materializara delante de nosotros obedeciendo a nuestro más íntimo deseo. Y la realización de los sueños siempre hace brotar lágrimas de emoción. Entonces uno duda por un instante si no desaparecerá tal como surgió cuando le volvamos la espalda.



Un factor que no esperaba, y no por extraordinario, sino por falta de previsión, era la multitud que se agolpaba a las puertas de la catedral. Deambulé a través de la marabunta en busca de Maluba y Laura, pero resultaba inútil, aquello era un pajar de agujas. En esto vi a una chica que se subía a una especie de mojón de granito situado en medio del gentío, lo que le proporcionaba una mejor visión del panorama, y puesto que no era el único mojón disponible, y como allá donde fueres haz lo que vieres, imité a la chica, me monté en el mojón y escruté entre cientos de cabezas las de Maluba y Laura. Enseguida oí risas a mi lado. Allí estaban las dos, mirándome con cara divertida, y es que yo, allí subido, debía de ser toda una estampa. Resultó que los mojones servían para que le vieran a uno, y no al contrario.


Luego de abrazarnos por el reencuentro, y de agradecer yo a Luzbel mi buena suerte al haber dado con las chicas tan pronto, éstas me pusieron al tanto del paseo que ellas habían dado durante la mañana mientras yo llegaba. Maluba había vivido seis meses en París, así pues sería la guía natural de la expedición. Por la hora que era había que ir pensando en comer algo. Yo no había comido nada en varias horas y mi estómago empezaba a resentirse: el Heraldo de la Muerte, que le llaman los que escriben noveluchas poli­ciacas.


Tomamos el Boulevard du Palais, dejando el Ayuntamiento a nuestra derecha, y nos internamos en pleno Barrio Latino, donde nos dejamos envolver por la hermosa maraña de sus calles estrechas adornadas de Navidad y nos perdimos entre la gente, que iba y venía, cada uno con sus pensamientos y objetivos propios, con sus motivaciones y sus inquietudes, rostros efímeros como estatuas de sal que se deshacían a nuestro paso como aquella bruma de la mañana, que se confundían en su colectividad entre la masa humana que nos rodeaba. Nosotros, Maluba, Laura y yo, sólo éramos tres meras gotas de agua deseosas de disolverse felices en el océano parisino.

Viaje a París (III): Descensio ad inferos


Llegué a París tras diecisiete interminables horas de viaje. Dado que salimos de Madrid a las ocho de la tarde, el trayecto transcurrió en su mayor parte de noche. A la vista de la extensión del viaje, tiempo habría de dormir, de modo que al principio me afané en escribir algunas anotaciones en el cuaderno de bitácora, pero pronto, después de la cena, me invadió una sensación de abotargamiento en todo el cuerpo que me hizo abandonarme al sopor de los viajes largos. Lo que siguió fue una noche de duermevela que no parecía acabarse nunca. Desvelo intermitente por la postura incómoda del asiento. Una película inglesa de Judy Dench sobre un náufrago que resultó ser violinista. Un compañero de asiento que no conseguía dormirse y no paraba de moverse tratando de colocarse de la mejor manera posible. En una ocasión abrí los ojos, seguía la noche sin estrellas al otro lado de la ventana, y lo vi a mi lado con la frente apoyada en el asiento de delante. El pobre. La postura más inverosímil había terminado por ser la óptima. Quizá le venció el cansancio. Menos mal que yo conseguí asiento de ventanilla.


Desperté al alba. Entre las idas y venidas del sueño, a través del cristal de la ventana el amanecer se nos mostraba vestido de añil, oculto entre algodonales de bordes un poco teñidos de pesar. Los campos que atravesábamos estaban cubiertos por un manto de grisura neblinosa. La lluvia no tardaría en llegar. Aún faltarían trescientos o cuatrocientos kilómetros para llegar a París. Recuerdo que sentía los miembros adormecidos, me dolía todo el cuerpo.


Volví a despertar. Entrábamos ya en París. Miré el reloj: era casi la una del mediodía. Más de un día perdido, prácticamente, desde que había salido de Pozoblanco la mañana del día anterior. La próxima vez, si la hay, viajaré en avión. Pero no hay aviones para quien, como uno, decide las cosas a vuelapluma en el último momento. Me lo merezco.


Con el cuerpo entumecido, lo primero que hice al pisar suelo parisino fue entrar en la cafetería de la estación. Parece como si mi vida pudiera escribirse siguiendo el rastro que dejo en las cafeterías. Cuando uno viaja se da cuenta de las cosas que realmente necesita y lo que resulta superfluo, pero lo más desolador aflora en el momento en el que tiene que reconocer sus vicios, que se hacen patentes durante el viaje en la medida en que no son satisfechos. En mi caso el vicio es el café. Sin una taza caliente del oscuro néctar al comenzar el día no soy persona, sin sentir un trago de café en el gaznate que engrase los engranajes aletargados de la maquinaria siente uno que no acaba de aterrizar todavía de las etéreas regiones del sueño.


—3,65 € —me pidió el hombre de la caja registradora por el café au lait.


Me quedé de piedra, por ese precio me pido un cubata en España. Tal vez no había entendido bien, el francés lo tenía ya un tanto olvidado, aunque no tanto. Por si acaso le di un billete de cinco euros, y a la vista de lo que me devolvió se conoce que entendí bastante bien. Ni que decir que el café me supo a gloria, al menos valía como si fuera gloria calentita con sobre de azúcar y cucharilla de plástico. Entonces recibí un mensaje de Maluba y Laura: «Estamos en Notre Dame». Vaya, cambio de planes: ¿no habíamos quedado en el Louvre? Entonces calculé que para llegar al centro, donde ellas se encontraban, me llevaría alrededor de media hora en metro como mínimo, y así se lo comuniqué en el mensaje que les envié como contestación.


Me hallaba, según rezaban los carteles indicadores, en la estación de Charles de Gaulle. Entré en el metro y me monté en el primer vagón con el que me topé, uno tiene que ser un poco fiel a sí mismo con estas extravagancias. Con el vagón ya en movimiento busqué en el plano de la pared el camino más corto desde Galliéni, la parada en la que yo me había subido, hasta St. Michel-Notre Dame, que sospeché que sería la parada que a mí me interesaba.


Dicen del metro de París que es la tercera red de metro más extensa de Europa occidental, por detrás del metro de Londres y el de Madrid. Sorprende descubrir la suciedad y el descuido que invaden los pasillos, esquinas y recovecos subterráneos del métropolitain parisino, en los que incluso llega a ser desagradable el olor a cloaca, a gas o a combustible, según la estación, o la falta de iluminación, que dan a sus galerías un aspecto lúgubre y siniestro, como de catacumba. Parece inexplicable también la mala señalización en los trasbordos, con indicadores colocados en lugares invisibles, carteles señalando direcciones opuestas para un mismo destino, indicaciones a caminos cuyos pasillos terminan tras escaleras, vueltas y revueltas en una pared, todo esto en el mejor de los casos: que haya carteles. Uno debe estar ducho en tales laberintos si pretende escapar indemne sin hilos ni Ariadnas y no quiere terminar sus días de vacaciones en París deambulando en círculos bajo tierra sin poder encontrar la salida del metro. Sin duda, la primera vez que uno penetra en el metro de París y vuelve a salir a la superficie, respira el aire puro de la mañana invernal de otra forma, agradeciéndolo casi, y se acerca uno a sentirse un poco Teseo al dejar atrás aquella clara metáfora terrena de las tinieblas de los infiernos de olor a azufre.

Viaje a París (II): Un café en la estación

Siempre digo que las estaciones, sean de autobuses o de trenes, son como un pequeño teatro de la vida en tamaño reducido. Se ven personas solitarias, como uno, hombres y mujeres que buscan silenciosamente en los demás aquello de lo que carecen y que, de alguna forma, anhelan. Los hombres miran a las mujeres en mesas apartadas, mientras las mujeres hacen lo propio con los hombres que se ven sentados solos.


En el poco rato que llevo aquí, tomando café mientras espero a salir para París a las ocho de la tarde, he sorprendido a tres mujeres observándome. Eso se nota cuando levantas la cabeza del cuaderno y las ves girar la cabeza hacia cualquier lado tan rápido que uno teme que vayan a descoyuntarse el cuello. Luego ya no volverán a mirar hacia donde uno se encuentra. Supongo que la razón por la que miren a uno será por lo raro de ver a alguien escribiendo a solas en una cafetería. Lo que se sale de la normalidad atrae, eso será. Dos de ellas eran mujeres ya maduras, de unos cuarenta años, pero la última es joven, tal vez de mi edad, rubia, guapa, si la miopía no me engaña. Se le ve muy correcta, erguida en su asiento, mientras bebe pequeños sorbos tristes de su café, sujetando la taza con ambas manos. Después de haberla sorprendido en sus miradas furtivas, sus ojos no dejan de recorrer nerviosos toda la cafetería, salvo el sitio en el que estoy yo. A veces, con este tipo de chicas que se muestran tan encorsetadas, como incómodas en su piel, se le reblandece a uno un poco el corazón y le gustaría acercarse a hablar con ellas, sentarse a su lado y decirles que se relajen, que la vida es larga y no hay por qué tener prisa, que charlar con alguien siempre es buen revulsivo contra la tristeza, que yo les contaré cuentos que mitiguen su pena. Pero luego uno nunca se acerca, prefiere, o le es más fácil, escribir versos de melancolía en lugar de hacer lo que sueña, y así, quizá, la mujer de nuestra vida sea una de estas chicas que se ha cruzado ya por delante de nuestros ojos, que ha pasado ya de largo y la hemos dejado escapar por unas líneas afortunadas.


También suele haber parejas repartidas por las mesas, generalmente que no hablan entre sí, un hombre y una mujer que apenas se miran, que se esquivan la voz. En una de las mesas ella fuma un cigarrillo con la mirada perdida en el infinito de sus pensamientos, él come una empanada con los ojos fijos en las migas del plato. Seguramente estarán casados, hasta tendrán hijos, puede que lo sepan todo el uno del otro, pero son dos completos desconocidos que acaso se pregunten cada día, al despertar y rodearse en la cama, quién es esa otra persona con la que comparten su asiento en el tren de la vida.


Luego están esos dos jóvenes extranjeros, de pelo rubio nórdico, con monopatín. Cuando han llegado a la cafetería, uno de ellos caminaba como si hubiera aprendido a hacerlo ayer mismo. Marchaba con pasos cortos, arrastrando las zapatillas de deporte, con los pies hacia dentro rozando las puntas del calzado. Vestía una chupa de cuero negro salpicada de chapas y bordados brutales, unos vaqueros gastados, descoloridos y plagados de jirones, y un monopatín en la mano izquierda por todo equipaje.


Miro de nuevo el sitio de la chica rubia de antes, pero ha desaparecido. Se ha marchado y no me he dado ni cuenta. Entonces me descubro pensando en ella, preguntándome adónde habrá ido, en qué lugar pasará el fin de año. Parecía muy sola, temerosa de lo que le rodeaba. Me quedaré sin saberlo, jamás sabré de qué tenía miedo. Recordarla me ha dejado un poco más melancólico, tal vez por haberme visto reflejado en sus temores, que no dejan de ser lo míos.


Después, en la cola de facturación de equipajes, aquella otra joven misteriosa que recordaba a Audrey Hepburn, sólo que con el pelo corto tintado del rubio pálido de las cañas de trigo secadas al sol. De ropa y hechuras andróginas, aquella chica tenía la mirada azul, apagada, ausente, tan mustia que enamoraba sin querer, mientras esperaba no se sabe a qué, separada de la fila y apoyada en el poyete junto a la ventanilla de facturación. Y ese hombre que esperaba en la cola con el enorme ramo de rosas rojas que habrían de soportar un viaje de casi diecisiete horas hasta París, supongo que es por estas cosas por las que dicen que el amor todo lo puede. O aquella otra mujer argentina que hablaba por el móvil con acento canario sobre su intención de despedir el año al calor del fuego de una cabaña perdida entre las montañas escocesas. O aquel borracho con el cartón de vino blanco en una bolsa de plástico, con la cara cuarteada de demasiados desencuentros que llegaron a las manos. Siempre pasa, donde hay viajeros siempre hay un borracho, es ley natural: basta con que se pase una noche al raso para que aparezca el borrachín de turno para acompañarle a uno y hacerle el trance un poco más peculiar.


Uno no puede evitar que le asalten pensamientos trágicos sobre todo cuanto ve a su alrededor, pensamientos que hacen que se le ensombrezca un poco más el ánimo: Todas estas vidas que se cruzan, todas estas novelas sin narrador, incluida la propia, quedarán sin escribir, aunque vivirán brevemente en las líneas de este cuaderno de viaje hasta que el olvido del tiempo borre los trazos de las palabras y arrastre sus páginas como vilanos mecidos por el céfiro de primavera.


Viaje a París (I): En marcha

... y una voz inflexible grita: «¡En marcha!».

Manuel Machado, Castilla


Aquí estamos otra vez. Rumbo a lo desconocido. Ante mí sólo un nombre, un destino, una palabra escrita en la luna de un autobús: París. Lo demás es un lienzo en blanco que las horas irán tiñendo de color en sus próximos devenires; lo demás es superfluo; lo demás es accidental, sin por ello estar carente de esencia, pues entiendo por esencial todo aquello que no se planea, lo que surge porque sí. Lo esencial es todo aquello que se ha despojado de toda sensatez y no atiende a razones, esa pulsión desnuda, irreprimible, que hace uno o dos siglos llamaban aventura, aunque con un sentido ya obsoleto. La aventura es el viaje, el viaje es el camino, el camino es el objetivo y la meta. El resto poco importa.


En París me esperan Maluba y Laura, con las que pasaré estos días que circundan la muerte del año. Brindaremos por el finado a la luz de la luna de la vieja ciudad del amor y saludaremos al neófito con nuestras copas lanzadas al Sena. He quedado con ellas en la pirámide del Louvre mañana a la una y media del mediodía, como si estuviera aquí al lado, como si quedara allí uno todos los días. Sólo tengo unas indicaciones mal dibujadas en un trozo de papel, sin el nombre de la calle ni el número de la vivienda, por si no nos encontráramos y no tuviéramos forma de comunicarnos. No estoy muy seguro de que el papelajo vaya a servir de mucho, pero menos es nada. ¿No es maravilloso?


Y mientras tanto, aquí estoy otra vez, en Madrid, en una estación de autobuses cualquiera, soñando sueños de otros tiempos, tratando de escapar de las garras de lo predecible. Uno intenta coger a la vida desprevenida, aunque me tachen de loco, mi madre lo hace, la pobre con razón; sin ir más lejos, ayer, pasada la medianoche, le dije que me marchaba a París, así, de repente, y esta mañana, ocho horas después, ya estaba subido en el autobús que acaba de dejarme en Madrid. Que me pregunten dónde estaré mañana, que no sabré qué contestar; igual que si me hubieran dicho ayer que hoy estaría camino de París, que me habría reído de buena gana. ¿Acaso existe algo más excitante, más vivo y brioso que la total ausencia de seguridad en todo?


Lo decidí todo anoche. Maluba me ofreció de nuevo irme con ella y Laura a pasar el fin de año en París. Hacía varias semanas que venía proponiéndomelo, pero yo estaba un poco reticente. Tenía mis dudas. Pero en vista del plan de mis amigos para la Nochevieja: un cotillón de barra libre con refrito de música de las últimas tres décadas, me agarré al clavo ardiendo de Maluba en el último momento, decisión que sin duda mi hígado me agradecería por muchos años. La perspectiva de un viaje a París en Navidad se me antojó entonces, una vez hecho a la idea, tal vez una experiencia que quizá no se borraría de la retina de la memoria.


Es el momento en el que uno se da cuenta de lo que significa eso del viaje como huida, aunque no creo que haya viajes sin huida, como tampoco pueden soltarse amarras sin arrojar lastres tras de sí. El verdadero viajero abandona lo que posee en pos de quimeras inciertas, huye de lo que ya ha conseguido para no acomodarse, no se encastilla, si no se pudre, como el agua que se estanca. Por eso la vida, que es el viaje primordial, es una continua huida.


¿Pero una huida de qué? Difícil respuesta, acaso uno huya de la propia vida, de sí mismo.


Me dicen que soy un cándido, un inocente, que tengo demasiados grillos en la cabeza, que la vida poco a poco me irá dando palitos para que vaya dándome cuenta de qué va el asunto este de vivir. Bueno. Lo que tenga que ser, será. Todo el mundo tiene su peculiar manera de divertirse y de emplear este tiempo de prórroga que se nos ha brindado antes de morir. Yo prefiero el desorden, el caos vital. A otros les da por ser infelices. Allá ellos.

La roca de Sísifo


La otra noche tuve uno de esos sueños con los que se despierta uno atontado, un poco perdido y sin saber dónde está ni si acaba de despertarse en la realidad o sigue soñando. Ese tipo de sueños que te dejan tocado durante todo el día, porque, de tan significativos y reveladores, da casi miedo asomarse a los oscuros pozos polvorientos sobre los que han arrojado un atisbo de luz que hacía siglos que no veían.


Aquel sueño eran en realidad dos, pero que venían a decir prácticamente lo mismo, aunque con diferentes matices. El primero de ellos me mostraba a mí mismo, desde la perspectiva de mi propia vista, escalando por un antiguo templo de corte oriental, una suerte de pagoda de piedra, ascendiendo hacia la cúspide con denodados esfuerzos, pues cada vez que mi mano se asía a algún saliente del edificio o mis pies se sostenían sobre alguna plataforma, saliente y plataforma se desprendían, convirtiéndose en polvo que desaparecía al viento. El templo se demolía a mi paso y me era imposible el ascenso a la cima.


En el segundo sueño me encontraba esta vez en el interior de una especie de edificio de planta circular, de paredes blancas apagadas por el tiempo, y recuerdo que era consciente de que me encontraba en una escuela o una universidad, porque a través de las puertas entreabiertas podía observar a jóvenes, también orientales, que asistían a las clases dictadas por un profesor en cada una de las aulas. Yo estaba allí debido a que necesitaba un documento firmado, tal vez un visado, no puedo estar seguro, puede que durante el sueño no lo supiese. Pregunté por la oficina a la que debía dirigirme y recuerdo nítidamente que me indicaron la segunda planta. En su centro, el edificio, que era circular, disponía de una escalera de caracol que comunicaba los distintos pisos. Una escalera que no era tal, puesto que al dirigirme a la segunda planta, como me habían señalado, advertí que se trataba de una rampa, y que cada vuelta de 360º correspondía a cada uno de los pisos, cosa poco probable a no ser que la rampa fuera en exceso empinada, que no lo era. No obstante, dejémosle esa ventaja al sueño, quizás hubiera pequeños escalones que suavizaran la pendiente. En mi camino hacia la segunda planta me cruzaba con muchos jóvenes que bajaban, y esto era lo más curioso: todos descendían, sólo yo subía por aquella rampa.


Finalmente llegué a mi destino, pregunté por la oficina de aquél que me solucionaría mis problemas de documentación y por señas me indicaron una habitación cercana. Entré y alguien me dijo allí que tenía que encaminarme primero a la planta baja, ya que necesitaba algo sin lo cual no se podía cumplimentar mi visado. De modo que otra vez caminé por la rampa escalonada, esta vez en descenso, hasta el lugar señalado, en el que me las apañé para que me informaran de que para conseguir lo que buscaba era necesario hacerse con algo que me darían en la cuarta planta.


Huelga decir que aquella broma tendía hacia el infinito, al igual que el sueño anterior. Ambos representan a la perfección lo que bien podría llamarse un bucle onírico, y como todo bucle, de irrealizable e interminable solución, que se pierde en una enorme red arborescente como de muñecas rusas. También me recuerda ahora un poco al mito de Sísifo, que fue castigado al suplicio eterno de empujar una roca montaña arriba que, sistemáticamente, cuando alcanzaba la cumbre se despeñaba rodando hacia abajo, todo por haber intentado –y conseguido– engañar a la muerte y al mismísimo Hades y alcanzar así la inmortalidad.


No me apetece sacar demasiadas conclusiones, no tengo necesidad ni ganas de psicoanalizarme. Sin embargo, algo queda claro, y es la necesidad, en los dos sueños, de ascensión mientras uno se encuentra con obstáculos imposibles de salvar, de suelos que se hunden bajo nuestros pies y ataduras que nos arrancan de una posible búsqueda del conocimiento tirándonos con violencia rodando escaleras abajo. Porque la búsqueda de un conocimiento superior es lo que simboliza, al menos a mí me lo parece así, la voluntad de elevación, de ascensión, de subida, de perfección, de la inmortalidad que buscaba Sísifo. Es el lenguaje que utiliza nuestro subconsciente para advertirnos que algo bulle en nuestro interior y que no hay manera de ocultar, por mucho que uno quiera enterrarlo terminará siempre aflorando. No hay escapatoria. Es ineludible.


En mi caso es un viaje, un largo viaje …

El viajero de ninguna parte

Soy viajero de ninguna parte,

no tengo más patria

que el suelo que sostiene mis pasos,

ni dirección que no pueda cambiar

con la brisa otoñal que arrastra las hojas.

Sólo tengo unos pocos sueños mal contados,

los que me caben en un bolsillo,

sólo puedo ofrecerte el otro,

para que guardes los tuyos

si te pesan demasiado,

también mi mano, ahora, si me acompañas,

pues lo demás, pasado y futuro, no existe, es nada,

y lo que no existe, no importa.

Retales a vuelamar: Epílogo al mar


Me disponía, aquella tarde plomiza de nubes negras, a escribir una oda al mar, que celebrara su belleza y al mismo tiempo llorara su pérdida, un escrito agridulce, grandilocuente, no carente de afectación ni adornos. El cuerpo me lo pedía, incluso antes de haber llegado a la playa, inmortalizar el que sería el último atardecer de mi estancia en Málaga, de modo que por el camino comencé a esbozar mentalmente las primeras palabras de aquel amargo réquiem por los amantes que han de arrancarse el último beso de los labios.


Lloviznaba con timidez cuando volví a sentir la arena húmeda bajo mis pies. El sol tornaba los ojos tras los nubarrones, cediendo su luz escarlata en favor de las tinieblas que en aquellas últimos estertores del ocaso se cernían a mi alrededor. Era perfecto, no podría haber imaginado un escenario más hermoso sobre el que escribir el epílogo de los días en aquel paraíso baladí.


Con estos pensamientos dejé la mochila a mi lado y me senté en la arena, como había hecho todos los días anteriores, a un metro escaso del vaivén de las olas de la orilla, a escuchar la voz del mar y tratar de transcribir su susurro al oído.


Garrapateaba unas líneas afortunadas, cuando la broza de una ola caprichosa me rozó la punta del pie. Vaya, está subiendo la marea, me dije, tendré que ir pensando en retirarme un poco de la orilla. Y no había terminado la frase cuando, de sopetón, y cogiéndome absolutamente desprevenido, un golpe de mar me cubrió por completo de agua y me arrastró hasta caer de espaldas sobre la arena mojada. Estuve rápido al quite y me levanté con rapidez, al menos para no quedar empapado por completo. Entonces recordé mi mochila, donde guardaba mis libros, pero sobre todo ¡mis cuadernos de diarios y estos retales a vuelamar aún manuscritos! Miré en torno a mí y la vi a un par de metros de distancia, flotando a la deriva, como una botella lanzada al mar, cuyo mensaje enrollado eran mis escritos de varios días, pero sin tapón de corcho que la cerrara. Me quedé lívido al cruzárseme por la mente la imagen de mis cuadernos con la tinta corrida, mojada e ininteligible por la humedad. A grandes zancadas salvé el trecho que nos separaba chapoteando por el agua, pues de nuevo vino otro golpe de mar, con lo que se me calaron los zapatos hasta los tobillos. Arranqué la mochila de las fauces del mar y la llevé a tierra firme, donde saqué los cuadernos, que habían resistido bien el envite de los elementos, salvo por los bordes, que se veían un poco afectados, y los libros, que habían salido peor parados, sobre todo Black & Blue, que quizá se lo mereciera. En adelante, las páginas acartonadas de ese libro me recordarían aquel golpe de mar, aquella despedida frustrada, aquella violenta expulsión del edén.


En esto, empezó a llover con más fuerza, de manera que los libros no tenían escapatoria y habían de aguarse bajo la lluvia o en el interior de la mochila, que también contaba con restos de arena y pequeñas conchas de mar. Me resigné a mi destino inexorable, y al de los libros, y me dispuse a largarme de allí sin mi preciado poema de despedida. Me fijé que un hombre que andaba sacando fotos del atardecer y de la estela de deltas que habían dejado las olas enbravecidas a su paso por la arena, había visto toda la escena, así que se habría reído de buena gana con mis gansadas. Y yo también solté una buena carcajada mientras cruzaba el paseo marítimo en dirección al puerto, vaya suerte la mía, esto sí que es ir a por lana y volver trasquilado.


Después de todo aquello, al calor de la soledad de la noche, cuando estoy escribiendo estas palabras, me asalta la sensación de que, sin duda, el mar eligió el mejor epílogo posible para estos retales a vuelamar que terminan aquí, porque de alguna manera sentí su tibio abrazo cuando me abordó la ola que hizo enrolarse a mi mochila, con mis cuadernos en su bodega, con destino tan incierto. Fue como si el mar reclamara esos escritos, que en puridad habían salido de él, como propios, y, por ello, libre de tragárselos entre sus abismos. Quizá no debería haberlos rescatado de las aguas, tal vez habría sido mejor regalárselos como pago, en sincero agradecimiento por la inspiración de aquellas horas de solaz.


Gracias.

Retales a vuelamar: Lluvia frente a la catedral


Otra tarde lluviosa en Málaga. Octubre no tiene visos de ser un mes demasiado conveniente para hacer turismo, en caso de que fuese turismo esto que hace uno. El clima de la costa suaviza las temperaturas, y eso se nota, pero nada parece poder hacer con las lluvias otoñales, que se derraman con suave languidez sobre la cabeza de uno mientras vagabundea por las calles, cosa que me encanta y se agradece sobremanera. El agua siempre ha sido para mí catalizador de sensaciones, me inspira, me mueve a pensar, a divagar a la deriva con el viento de popa de los sueños, y a escribir. Me apetecía escribir algo improvisado. Estaba cerca de la catedral, así que hacia allí me dirigí en cuanto arreció el temporal en busca de algún lugar donde pudiera desenvainar la pluma a cubierto. Lo mejor suele ser buscar una plaza bonita o una calle peatonal con tradición y sentarse en una cafetería o en una terraza cubierta, si la temperatura acompaña.


Encontré la catedral en la plaza del Obispo. Frente a su fachada había varias cafeterías con grandes sombrillas, que ese día se conoce que harían las funciones de paraguas. Me senté en la mesa más cercana a la catedral, para poder admirarla mejor mientras me tomaba un café y esgrimía unas líneas sobre el papel en tanto el cielo descargara su tristeza gris y apagada sobre la ciudad.


La Catedral de Málaga no es como las demás. Supongo que cada cual tendrá sus señas distintivas, si es románica o gótica, barroca o renacentista, pero no son como ésta. La fachada principal está dividida en dos pisos, en sentido horizontal, y tres calles, en sentido vertical, terminadas en una gran torre de las dos que en un principio dicen que estaban proyectadas. En el piso bajo se encuentran dispuestos tres arcos, dentro de los cuales están las grandes puertas, separadas por columnas retorcidas de mármol, llamadas salomónicas. Es una hermosa fachada, formada por mármoles de diversos colores, todos suaves y ocres, que van desde el blanco teñido de tiempo hasta los tonos más rosados y salmón, pasando por las tonalidades negras, macilentas, con vetas claras. En cambio, las catedrales que yo recuerdo poseen esa atmósfera críptica y sombría que desprenden las construcciones en granito oscuro, ese aire grotesco, inquietante, que rezuma mugre y sordidez, como de catacumba. La Catedral de Málaga es otra cosa, porque es alegre, de alguna forma se puede palpar que quien la levantara todo lo alta que es lo hizo para celebrar su fe, en lugar de encerrarla en una cueva de granito sórdido y grisáceo. De alguna forma me recuerda a la de San Marcos de Venecia, aunque no se parezcan mucho, pero sí en que no repelen al visitante, sino que, en vez de eso, invitan a entrar, si no fuese porque en ésta de Málaga hay una verja que impide el paso.


Suenan las campanas dando los tres cuartos: las seis menos cuarto. Ha dejado de llover. Aparece por la esquina el típico grupo de japoneses con sus paraguas, siguiendo a una guía española, que va acompañada de un hombre, también español, supongo, por su peculiar fisonomía oronda, que además será su marido, porque va cogida de su brazo mientras ella sujeta el paraguas. O tal vez sea al contrario, que él sea el guía y ella la consorte, tampoco importa demasiado.


Parece que la vida vuelve a florecer, porque la gente comienza a aparecer tras las esquinas como las amapolas entre los rastrojos del monte tras las lluvias y las palomas vuelven a su eterno y nervioso deambular. Me termino el mitad en vaso de caña, como siempre. Pido la cuenta. Hoy es mi último día aquí, mi última tarde. Necesito despedirme del mar. Daré una vuelta por el teatro romano y me tumbaré en la arena de la playa al atardecer.

Retales a vuelamar: La chica del puerto


Una chica joven, menudita, el cabello tintado de rojo intenso, apoyada de pie con los codos sobre la baranda que daba al puerto, los ojos levemente entornados, con ese rápido parpadeo nervioso y mecánico, casi imperceptible, como en éxtasis, que nos deja entrever algo de luz. Y entre la sinfonía de azules dorados tocada por el cielo, el horizonte y el mar al atardecer, para ella en ese instante en el que yo paseaba por allí sólo existía el sonido de los astilleros, el rumor de los motores de los barcos, el crepitar de las cuerdas y las sogas al tensarse en los muelles, el crujido de la madera de las quillas al dilatarse y contraerse, el chapoteo de los remos de los piragüistas al hundirlos en el agua, el bramido ronco de las sirenas de los cargueros en lontananza, el vaivén del agua calma, el batir suave de las olas, el gorjeo de las palomas y las gaviotas, el silbido grave de la brisa salada, el ruido de las máquinas, las voces de los trabajadores del puerto y de los marineros, …


Fue una visión fugaz. Yo pasaba por allí, de camino al faro, y no me detuve, pero me quedó la impresión indeleble del rostro de aquella chica, con los ojos cerrados casi, fundiéndose con la voz del mar. Se conoce que el mundo está plagado de soñadores, es entonces cuando a uno se le dibuja una sonrisa de alivio en la cara, se mete las manos en los bolsillos y sigue su camino silbando una coplilla de cuando chico, reconfortado al comprobar que uno no está solo.

Retales a vuelamar: Lluvia y café


El cielo amenazaba lluvia, y cumplió. Me desperté en aquella cama que no era la mía, en aquella habitación tan vacía de mí, bajo aquel techo desconocido, con el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el alféizar de la ventana. Vaya día de playa, pensé. Ese día, como casi todos los días que llevo en Málaga, tenía la intención de pasar toda la mañana en la playa, escribiendo, leyendo, o simplemente estando allí, que es de lo que se trata.


Desde hace algún tiempo me llegan ecos de algo que ya me parece irreprimible, una llamada que se abre paso como un caudal entre los silencios y que me atrae, una sensación que es tan difícil de eludir como imposible de explicar. Por eso, cuando Galisteo me propuso quedarme unos días en su piso de Málaga si me sacaba la carrera, no lo pensé ni por un instante. Y aquí estoy, solo, puesto que Galisteo trabaja por las mañanas, sentado a la orilla del mar inmenso, al fin.


Aún llovía afuera, sobre la calle desierta. Entré en un bar para desayunar, para ganar algo de tiempo mientras el cielo se decidía si escampar o aguarme el día de playa. Al parecer en Málaga tienen una forma peculiar de nombrar algunos tipos de cafés. Yo suelo pedir siempre un café con leche en vaso de caña, pero aquí al café con leche se le llama un mitad, y si es en taza grande, un doble. De menor a mayor cantidad de leche en el café se denominan solo, manchado, mitad, sombra y nube. A la hora de pedir un manchado puede dar lugar a error si somos de fuera de Málaga, pues aquí lo que consideran manchado es el café de leche, no la leche manchada de café como en todos sitios, de modo que es menester andarse con cuidado si no queremos que nos sirvan algo radicalmente opuesto a lo que hemos pedido. Pero siempre termina alguien pagando la novatada. Y por si fuera poco, la camarera del bar era árabe, aunque nada de velos ni de túnicas, ésta era una mora joven de veintitantos, de ojos oscuros y profundos y piel aceitunada, alta, una mujerona, que aún no se desenvolvía demasiado bien con el idioma, y menos con alguien como uno que andaba pidiendo cafés con leche en vasos de caña. En estas situaciones tan extrañas se da cuenta uno de lo raro que se es.


Al salir, tras un mitad en vaso de caña, un pastel y algunas páginas del libro que tengo entre manos, comprobé que el cielo me daba cierta tregua, aunque sin renunciar a una leve lluvia fina. Tomé entonces la determinación de seguir con el plan previsto y, una vez en el centro, ya se vería. Subí al autobús que conducía al centro, al Paseo de la Alameda, y fue bajar del autobús y salir de repente un sol que no podía ser más radiante. En ese momento, la gente de la calle, como movida por un movimiento mecánico, cerraba los paraguas al unísono y se quitaba la ropa de entretiempo, por el sofoco, para quedarse sólo en manga corta. Visto lo visto, me dirigí hacia la playa.


Ahora, ya en la orilla del mar, en tanto escribo estas líneas, el sol acaba de ocultarse entre nubes grises tras el faro del puerto, aunque al menos no llueve. Me pasaría toda la vida así, tal cual me encuentro en estos momentos, tirado sobre la arena húmeda, que no se adhiere a la ropa si está seca, esbozando palabras sobre un lienzo difuminado como a través de un velo azul, que es el cielo, rodeado por el rumor de las olas rompiendo con suavidad en la orilla y un sabor de arena y sal en los labios.


Pero es hora de despertar. Esto, como todo en esta irónica existencia, es efímero también. Recuerda que has quedado con Quique para comer. Ya es la hora. Tendrás tiempo de volver, porque a los paraísos siempre se vuelve, aunque ya estén perdidos, aunque sólo sea en sueños.


Retales a vuelamar: Prólogo al mar


Málaga. Playa de la Malagueta. El mar ha encerrado siempre en sí un secreto, un misterio en su infinitud: esa extraña cualidad de hacernos soñar. Sentado en la arena, con los pies mojados por el vaivén tímido de las olas de la orilla, uno no puede por menos de evocar las historias de aventuras que leía cuando niño en las largas horas de siesta estival, cuando nadie le veía. Entonces, aquel niño abría el libro otra vez por la página marcada el día anterior y volvía a embarcarse como cada tarde en el Covenant de Stevenson para volver a naufragar agarrado a una tabla salvavidas en alguna isla misteriosa como las de Verne.


Uno sigue siendo el niño aquel, aunque ahora tenga veinticuatro años, y donde otros verían, al igual que yo los veo delante de mí, tres simples maderos desperdigados por la playa, yo veo los restos de un gran naufragio, de un antiguo barco que encalló en las proximidades de la Malacca fenicia cuando seguía la ruta de cabotaje camino de Gadir, o tal vez de una galera romana perseguida por los piratas del Mediterráneo que no logró llegar al puerto malacitano. Si no fuese porque uno sabe que la madera no sobrevive, sino que se degrada y se diluye en el mar de los años, estos maderos podridos bien podrían ser trozos del mástil del bergantín en el que uno se hubiese enrolado de haber nacido dos siglos antes. Por eso el mar ha hecho soñar a los hombres durante milenios, porque el mar es el símbolo de lo infinito, de lo inalcanzable, de lo inextricable, de todo aquello que está más allá de nuestro entendimiento, y, por tanto, y desde siempre, de lo divino. Si pudiera asomarme a la inmensidad del universo, yo creo que lo haría así, como estoy ahora, sentado en la orilla, como lo hicieron los antiguos, escrutando la línea del horizonte, desdibujada por las nubes oscuras de un cielo plateado de finales de octubre, en busca de lo desconocido, en pos de sueños inciertos que acaso nunca dejen de ser eso, sueños en tierra firme. Pues sólo para aquellos de corazón bravo está hecho el mar, sólo para aquellos que no se arredran ante lo ignoto, ante la infinitud y la remota lejanía de los sueños irrealizables, está hecho el mar.


Y uno, mientras hace acopio de bravura para el propio corazón, se conforma con tener al menos los pies sumergidos en el mar, pero bien asentado en tierra, escudriñando en lontananza los difusos confines de inacabables olas que vienen y van, cuando lo que tanto busca acaso esté en las sombrías aguas abisales del alma.


Es una sensación desasosegante el mirar desde la costa el inabarcable mar azul en calma, sabiendo que está uno sobre la misma arena que pisaron tantos hombres antes que uno, siglos y siglos antes que uno, hombres que contemplaron aquellas mismas aguas, que entonces tenían otros nombres que el inexorable paso del tiempo fue borrando, igual que borrará nuestro recuerdo de la memoria de aquellos que en otro siglo vean la vida pasar desde aquella playa, que ya tendrá otro nombre, distinto, como distintas serán las palabras de admiración que pronuncien sobrecogidos por su belleza, pues las nuestras se las habrá llevado la caprichosa brisa del ocaso.