miércoles, 24 de septiembre de 2008

Retales a vuelamar: Lluvia frente a la catedral


Otra tarde lluviosa en Málaga. Octubre no tiene visos de ser un mes demasiado conveniente para hacer turismo, en caso de que fuese turismo esto que hace uno. El clima de la costa suaviza las temperaturas, y eso se nota, pero nada parece poder hacer con las lluvias otoñales, que se derraman con suave languidez sobre la cabeza de uno mientras vagabundea por las calles, cosa que me encanta y se agradece sobremanera. El agua siempre ha sido para mí catalizador de sensaciones, me inspira, me mueve a pensar, a divagar a la deriva con el viento de popa de los sueños, y a escribir. Me apetecía escribir algo improvisado. Estaba cerca de la catedral, así que hacia allí me dirigí en cuanto arreció el temporal en busca de algún lugar donde pudiera desenvainar la pluma a cubierto. Lo mejor suele ser buscar una plaza bonita o una calle peatonal con tradición y sentarse en una cafetería o en una terraza cubierta, si la temperatura acompaña.


Encontré la catedral en la plaza del Obispo. Frente a su fachada había varias cafeterías con grandes sombrillas, que ese día se conoce que harían las funciones de paraguas. Me senté en la mesa más cercana a la catedral, para poder admirarla mejor mientras me tomaba un café y esgrimía unas líneas sobre el papel en tanto el cielo descargara su tristeza gris y apagada sobre la ciudad.


La Catedral de Málaga no es como las demás. Supongo que cada cual tendrá sus señas distintivas, si es románica o gótica, barroca o renacentista, pero no son como ésta. La fachada principal está dividida en dos pisos, en sentido horizontal, y tres calles, en sentido vertical, terminadas en una gran torre de las dos que en un principio dicen que estaban proyectadas. En el piso bajo se encuentran dispuestos tres arcos, dentro de los cuales están las grandes puertas, separadas por columnas retorcidas de mármol, llamadas salomónicas. Es una hermosa fachada, formada por mármoles de diversos colores, todos suaves y ocres, que van desde el blanco teñido de tiempo hasta los tonos más rosados y salmón, pasando por las tonalidades negras, macilentas, con vetas claras. En cambio, las catedrales que yo recuerdo poseen esa atmósfera críptica y sombría que desprenden las construcciones en granito oscuro, ese aire grotesco, inquietante, que rezuma mugre y sordidez, como de catacumba. La Catedral de Málaga es otra cosa, porque es alegre, de alguna forma se puede palpar que quien la levantara todo lo alta que es lo hizo para celebrar su fe, en lugar de encerrarla en una cueva de granito sórdido y grisáceo. De alguna forma me recuerda a la de San Marcos de Venecia, aunque no se parezcan mucho, pero sí en que no repelen al visitante, sino que, en vez de eso, invitan a entrar, si no fuese porque en ésta de Málaga hay una verja que impide el paso.


Suenan las campanas dando los tres cuartos: las seis menos cuarto. Ha dejado de llover. Aparece por la esquina el típico grupo de japoneses con sus paraguas, siguiendo a una guía española, que va acompañada de un hombre, también español, supongo, por su peculiar fisonomía oronda, que además será su marido, porque va cogida de su brazo mientras ella sujeta el paraguas. O tal vez sea al contrario, que él sea el guía y ella la consorte, tampoco importa demasiado.


Parece que la vida vuelve a florecer, porque la gente comienza a aparecer tras las esquinas como las amapolas entre los rastrojos del monte tras las lluvias y las palomas vuelven a su eterno y nervioso deambular. Me termino el mitad en vaso de caña, como siempre. Pido la cuenta. Hoy es mi último día aquí, mi última tarde. Necesito despedirme del mar. Daré una vuelta por el teatro romano y me tumbaré en la arena de la playa al atardecer.

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