domingo, 12 de octubre de 2008

Viaje a París (X): Café sans lait en el barrio judío

Si alguien me preguntara a qué huele París no dudaría demasiado en responder que por todas partes flota el olor a comida. Va uno paseando por sus callejuelas y le sobreviene el aroma a pan recién hecho, y dos metros más allá huele a kebab y especias provenientes de algún pequeño restaurante turco, o de repente le envuelve a uno el olor a crêpes, croissants y gofres, y a los pocos pasos le llegan efluvios de castañas asadas. Rara es la esquina que se escapa a la tiranía de los olores a comida, tiene uno que alejarse de los lugares transitados, rodear recovecos y subir cuestas empedradas para inspirar algo de aire virgen, pero tal vez ese aire no sea el de París.

Sin embargo, la capital francesa también exhala fragancia de café, que, si bien no es tan fuerte como la de la comida, se manifiesta más visualmente, en forma de cafés, bares y terrazas que son tan típicos en París como dar una vuelta en góndola en Venecia, montar en rickshaw en Calcuta, ascender la colina Acrópolis en Atenas, recorrer en faluca el Nilo o tirar la moneda a la Fontana di Trevi en Roma: son cosas que el viajero tiene que hacer en todos esos lugares, y el café en París es destino ineludible. Mejor si se sienta uno al lado de la cristalera con vistas a la calle, desde donde se pueda ver a la gente pasar y evadirse con la mirada perdida en el horizonte, y mucho mejor si uno lleva consigo papel y pluma para escribir unas líneas mientras se enfría el café au lait.

El problema sobreviene, como ya he dicho en alguna ocasión, cuando el café no es meramente un placer circunstancial, sino que supone una necesidad perentoria, de rutina e ineluctable, y se encuentra el viajero con que en París cada tacita del oscuro néctar se cobra cual si fuese oro negro. Para uno, cafetero confeso e impenitente, que reconoce necesitar al menos un vaso al comienzo del día para ser persona, este hecho prometía convertirse en importante inconveniencia para su estancia en París, si no hubiera sido por la intervención de Maluba, ducha en tales lides, que sabía bien lo que se hacía. La clave estaba —está—, tome nota el interesado, en nuestros colegas los americanos. Resulta que en McDonald’s el precio del café es único y fijo en todos los países europeos, y vale poco más de un euro, y que, aunque no sabe tan bien como el que se toma entre paredes de maderas nobles con Notre Dame al otro lado del ventanal, es más asequible y está igual de calentito. Si por la tarde a uno le da ataque y antojo de sibaritismo, y desea pagarse su café en el meollo de París, perfecto, pero primero las necesidades básicas y las espaldas han de estar cubiertas.

Aunque no era ése el caso aquella tarde. Nos dejamos llevar por la placidez de los paseos al socaire de la puesta de sol y aparecimos en Le Marais tras doblar una esquina. Fue en el Barrio de Marais donde se empezó a construir los famosos hôtel, aquellos palacetes de las familias nobles y burguesas del siglo XVI, y fue éste también el barrio que la monarquía eligió para edificar sus peculiares residencias de estilo novedoso que con el transcurrir de los años aparecería en los nuevos barrios del extrarradio del París de entonces, como Saint Germain y Saint Honoré. Además, Le Marais es la judería de París, donde con el tiempo se han ido asentando judíos ortodoxos procedentes de África y de Europa central, y prueba de ello es la cantidad de tiendas kosher, sinagogas y de centros de reunión que saltan a la vista del visitante.

Pero lo que hace de Le Marais un barrio excepcionalmente pintoresco es que, aparte de ser un barrio histórico de lujosos palacios renacentistas y lugar de residencia de la población judía parisina, es también el barrio gay, el Chueca de París.

Mientras caminábamos por la Rue Rosiers podíamos dar fe de esta singularidad. Tan pronto nos cruzábamos con turistas que concurrían en los cafés, o con jóvenes judíos vestidos completamente de negro con la kipá de rigor en la cabeza, como con parejas de chicas o de chicos paseando de la mano o agarradas de la cintura. Lo curioso es que todo el mundo aceptaba aquel collage sociológico con total naturalidad, todo casaba a la perfección, sin hormas ni calzadores.

Intentamos entrar en una pastelería para tomar café, pero la dueña, una energúmena, nos echó por estar el local atestado de turistas enlatados. Anduvimos unos metros y, al final de la calle, entramos en un bar. Nada más cruzar el umbral nos percatamos de que aquél era un bar judío. Era diferente del típico café parisino. Para empezar, porque afuera ya no se veía el más mínimo rastro de turistas. Luego, era una sala alargada, sin apenas cristalera que diera a la calle, salvo la puerta de entrada. No había madera ni espejos en las paredes, sólo paredes desnudas encarnadas. La iluminación, tenue y anaranjada, provenía de unos tubos fluorescentes sobre las paredes a ambos lados. En primer término estaba la barra, detrás de la cual estaba el dueño del bar, un hombre canoso de unos sesenta y tantos años, que nada más franquear la puerta nos miró como se mira a tres hombrecillos verdes que bajan de un platillo volante. Al fondo se encontraban las mesas, apenas cinco o seis, fabricadas con madera artificial plástica, y sillas del mismo material. En vista de que ya era demasiado tarde para dar vuelta atrás, atravesamos el local en dirección a una de las dos mesas que quedaban libres. En las otras, varios grupos de hombres jugaban a las cartas y al backgammon. Nos sentamos en el extremo del bar y esperamos a que el camarero viniera para pedir los cafés.

Los hombres, algunos con kipá, eran bastante ruidosos, sobre todo uno de ellos, que no dejaba de vociferar ante cada jugada nada más ver sus naipes. La media de edad de los habitantes del bar fácilmente rebasaría la cincuentena. Todos bebían cerveza y agua, tal vez algún whisky. Tres mujeres permanecían sentadas en otra mesa, charlando de sus cosas; vestían con ropa ajustada y mucho maquillaje. Estaba sacando ya mis propias conclusiones cuando reparé en que los que jugaban a las cartas eran sus maridos, o al menos sus acompañantes, ya que de vez en cuando se dirigían a ellas, mientras las mujeres esperaban y miraban cómo se divertían los hombres.

Viendo que nadie venía a atendernos, uno de nosotros tuvo que levantarse e ir hasta la barra a pedir los cafés au lait, si no aún estaríamos esperando en aquel bar. Resultó que no había leche. Esto es la primera vez que me ocurre después de muchos viajes, espero que no fuese Yahvé quien la prohibiera, porque ni era sábado ni habíamos pedido carne con el café. Tampoco preguntamos la razón. Café sans lait, pues.

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