miércoles, 24 de septiembre de 2008

Retales a vuelamar: La chica del puerto


Una chica joven, menudita, el cabello tintado de rojo intenso, apoyada de pie con los codos sobre la baranda que daba al puerto, los ojos levemente entornados, con ese rápido parpadeo nervioso y mecánico, casi imperceptible, como en éxtasis, que nos deja entrever algo de luz. Y entre la sinfonía de azules dorados tocada por el cielo, el horizonte y el mar al atardecer, para ella en ese instante en el que yo paseaba por allí sólo existía el sonido de los astilleros, el rumor de los motores de los barcos, el crepitar de las cuerdas y las sogas al tensarse en los muelles, el crujido de la madera de las quillas al dilatarse y contraerse, el chapoteo de los remos de los piragüistas al hundirlos en el agua, el bramido ronco de las sirenas de los cargueros en lontananza, el vaivén del agua calma, el batir suave de las olas, el gorjeo de las palomas y las gaviotas, el silbido grave de la brisa salada, el ruido de las máquinas, las voces de los trabajadores del puerto y de los marineros, …


Fue una visión fugaz. Yo pasaba por allí, de camino al faro, y no me detuve, pero me quedó la impresión indeleble del rostro de aquella chica, con los ojos cerrados casi, fundiéndose con la voz del mar. Se conoce que el mundo está plagado de soñadores, es entonces cuando a uno se le dibuja una sonrisa de alivio en la cara, se mete las manos en los bolsillos y sigue su camino silbando una coplilla de cuando chico, reconfortado al comprobar que uno no está solo.

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