domingo, 12 de octubre de 2008

Viaje a París (VIII): El rincón de los amantes

Los días de año nuevo siempre amanece uno a la hora de comer, pasado de noche y cotillones, con ganas un poco de morirse. Ese primer día del año las madres saben que deben preparar, las madres saben estas cosas, una buena sopa caliente que reconforte el estómago maltratado y ninguneado durante la noche anterior, que suele haber sido larga. Pero ni aquella noche había sido larga ni aquel día de año nuevo era como los otros.

Sonó el despertador. Las diez de la mañana. A veces uno incluso maldice despertar, inconsciente de su insensatez. El albor grisáceo y cegador de la mañana se colaba por el hueco de la cortina. Oí a las chicas despertar y levantarse. Volví a recordar: París, Nochevieja, Club de la Bohème Absurda. Me quedé unos minutos más en la cama paladeando esos pensamientos, que eran imágenes sincopadas que iban y venían como un lánguido oleaje onírico, igual que resonaban en mis oídos los pasos cercanos, pero a la vez tan remotos, de Maluba y Laura. Creo que en ese momento, sin saber por qué, fui feliz. A veces la felicidad se presenta así de estúpida y patética.

El día de año nuevo se nos amaneció algo más fresco. Decidimos tomárnoslo con más calma, puesto que las jornadas anteriores ya habíamos visitado la mayoría de los enclaves señalados en el plano como obligatorios. Maluba propuso volver a alguno de los lugares en los que ya habíamos estado. Yo expresé mi deseo de regresar a los Jardines de Luxemburgo, pues el día de antes había escrutado un bonito rincón entre las sombras de los árboles que me había llamado la atención y que, debido a las prisas que llevábamos en ese momento, no había podido ver con claridad.

Los Jardines de Luxemburgo, situados en el Barrio Latino, es el parque más céntrico y popular de París, a unos cien metros de la Sorbona y del Panteón. Alberga al Palacio de Luxemburgo y al Senado francés, y fue construido en el siglo XVII para María de Médici, quien, merced a la inmensa riqueza de su familia, dueña de un banco con sucursales en toda Europa, compró poco a poco los terrenos adyacentes y los convirtió en este enorme conjunto de jardines que conocemos hoy. Todo el espacio ajardinado está salpicado aquí y allá por esculturas clásicas de divinidades griegas, fiel al estilo neoclásico de la arquitectura del palacio ubicado en el centro del recinto.



Laura y yo, en el rincón de los amantes

Cerca de uno de los laterales del palacio se encontraba la gruta que había vislumbrado el otro día. No había mucha gente, se conoce que es un rincón apartado, un paraíso cerrado para muchos. Hasta allí conduje a las chicas, que se sorprendieron gratamente, también yo, ante aquella maravilla visual. Se trataba de un largo estanque alargado longitudinalmente, que terminaba en una fuente colosal, llamada Fuente de los Médici, de varios metros de altura y motivo mitológico, flanqueado por dos hileras de árboles pelados por el invierno. En las aguas del estanque una simpática familia de patos nadaba a su aire, y en el fondo, transparente, de tintes pardos, cubierto por un lecho otoñal de hojas secas, peces oscuros. Toda la escena estaba enmohecida, manchada de decadencia, como todo en París. La fuente era de proporciones ciclópeas, tal vez por estar en ella representado el cíclope Polifemo, de mirada furibunda y titánica, que según cuenta la fábula se enamoró de una nereida, Galatea, una joven divinidad marina de gran hermosura y piel nívea que habitaba en las aguas calmas sicilianas. Sin embargo, el corazón de Galatea pertenecía al apuesto Acis, hijo del dios Pan. En una ocasión, cuando los amantes se hallaban retozando a la orilla del mar, Polifemo los descubrió. Acis, asustado, intentó huir, pero el furioso monstruo de un solo ojo le lanzó una enorme roca y lo aplastó brutalmente. Desesperada por el dolor, Galatea transformó la sangre de su amado muerto en el río Acis, que aún hoy continúa en Sicilia su curso hasta el mar, al encuentro eterno con su amada en su desembocadura.



Polifemo y los amantes

Se estaba bien allí, mientras las sombras del crepúsculo se alargaban en el suelo. Acaso en primavera, con los árboles cargados de exuberancia y verdor, el efecto será aún más espectacular, pero en invierno eran obvios su poderoso encanto y su belleza. Era uno de esos lugares tristes en los que se podría pasar uno toda la tarde escribiendo, leyendo o contemplando el vuelo de las palomas y el chapoteo de los patos sobre las aguas del estanque, tanto da, el caso era estar allí, inhalar un poco de la paz que emanaba de aquel rincón sombrío y solitario.



El rincón de los amantes en primavera

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