domingo, 12 de octubre de 2008

Viaje a París (IX): Granito y mármol

Cementerio de Montparnasse. Había sido deseo expreso de Laura visitarlo, pues allí se encuentra enterrado Julio Cortázar, celebrado escritor argentino inmortalizado por su opera magna, Rayuela. Cuando las chicas me contaron que para ellas, especialmente para Laura, la parada en aquel cementerio era quizá la más importante y trascendental del viaje, se me dibujó una sonrisa entre triunfante y entrañable en la cara. Aquél sí que era un acto poético de envergadura, de gran calado y honda significancia, digno de un club como el de la Bohème Absurda. ¡Pardiez!, por las venas de Laura y Maluba acaso corriera tinta, en vez de sangre.

Desconozco si ocurre igual en otros cementerios, no ya en París, sino en el resto de Francia o en otros países, pero aquél de Montparnasse parece ser lugar frecuente de peregrinación bohemia. Dispone el camposanto en su entrada de una caseta de información turística, regentado por una señora de mediana edad tras un mostrador, sobre el cual se apilan un par de montones de folletos de información turística sobre el recinto. Cuando le preguntamos por la tumba de Julio Cortázar, la mujer cogió uno de los folletos, lo desplegó y señaló en un plano la situación del lugar donde descansaban los restos mortales del escritor. Se lo agradecimos y nos llevamos un par de planos, en los que pudimos leer una relación de todos los grandes nombres de filósofos, escritores y figuras de la cultura francesa que podían leerse en aquellos epitafios de granito y mármol desperdigados por el cementerio. Allí estaban enterrados intelectuales tan celebérrimos como Baudelaire, Cioran, Maurice Leblanc, Sartre, Maupassant, Simone de Beauvoir, Beckett, Poincaré, entre muchos otros inmortales que ya no son más que nombres desdibujados sobre piedras planas.

A la vista del plano, la tumba de Cortázar no debía andar lejos, aunque resultaba imposible dar con ella. Iba mirando despreocupado los epitafios, en busca del nombre del escritor argentino, y entre tanto era insoslayable que a uno le asaltaran pensamientos un poco fatídicos entre tanto muerto. Era consciente de que pronto estaríamos todos bajo losas de piedra, aunque tales cavilaciones, lejos de entristecerle a uno, le suscitaban una cierta calma serena, que supongo que debe de ser parecida a la que le sobreviene al moribundo que oye a la muerte acechar. A veces pienso que la plena aceptación de la muerte tiene que ser la clave para la felicidad esencial, no la que tiene altibajos, sino aquélla que es sosegada y está en equilibrio, sin crestas ni valles.

Desperté de filosofías. Alcé los ojos, justo en el momento en el que el sol se abría paso a través del velo de nubes, y vi a las chicas postradas ante una tumba a lo lejos. Me dirigí hacia allí. Maluba y Laura estaba sentadas frente a la tumba de Cortázar, que está cubierta por una sobria losa de mármol blanco que reza un simple «Julio Cortázar (1914-1984)» y de la que sobresale una especie de composición de discos lisos y circulares, como burbujas de sueños que soplara un niño a través de un burbujero.


Laura llevaba para Cortázar una rosa de color oscuro y sanguinolento que había robado de otra tumba; seguramente el escritor apreciaría más esta rosa robada que otra comprada. Sobre la tumba había objetos diversos y mensajes escritos en papeles doblados, colocados bajo unas piedrecitas para que el viento no los arrastrara, que otros peregrinos habían depositado como homenaje para el muerto inmortal. Las chicas decidieron hacer lo mismo: un acto poético, escribir delante de la tumba del Maestro y declamar los versos improvisados a vuelapluma de viva voz. Entonces lamenté no haber leído nada de Cortázar. Una pena. No sabía uno qué podía escribir a Cortázar, que no dejaba de ser un desconocido.

Levanté la vista. Las chicas escribían con profusión, casi torrencialmente. Mi hoja estaba en blanco. Miré a mi alrededor, tal vez buscando algo de inspiración. Cerca de allí un anciano de luto riguroso, doliente de otras muertes, contemplaba con amargura alguna lápida. Fácilmente rondaría los noventa años. Su figura enjuta y cansada descollaba solitaria entre mausoleos, cruces, cenotafios y sepulturas. Tenía el pelo encalado y el cuerpo frágil y encogido por el peso de los años. No podía dejar de observarlo, tal vez porque me asaltó la sensación que se tiene cuando nos cruzamos con un personaje sin novela escrita. Aquel anciano, sin duda, tendría su historia, que sería novelesca, que, de poder conocerla, nos haría dejar escapar lágrimas de los ojos. Sin embargo, esa novela se quedará por escribir, quedará enterrada como tantas otras vidas bajo un lecho de piedra, hierbajos y flores. Es precisamente eso lo que decía su mirada acuosa, perdida en el suelo: lo más triste, lo más trágico de todo es pasar por este mundo sin haber dejado la huella de nuestros pasos hollada en la tierra.


El anciano se santiguó y se dio la vuelta. Andaba encorvado, con lentitud, arrastrando los pies, como si sopesara cada paso. Parecía llevar algo entre las manos a la altura del abdomen, aunque quizá fuese el estado natural de unos brazos artríticos. Al poco se detuvo y se giró. Allí quieto, se quedó contemplando la tumba que acababa de dejar unos pasos más atrás. Pasaron los minutos y entonces retomó de nuevo la marcha hacia la salida del cementerio, sólo para volver a rodearse al cabo de unos pocos metros y mirar de nuevo hacia aquel lugar. Se me partió el corazón ante la imagen de ese anciano, que no le era posible despedirse de quien tuviera allí enterrado. Otra vez volvió a alejarse un poco más, y allá en la lejanía, cuando el anciano no era más que una sombra entre las piedras, detuvo su pausado caminar, miró nuevamente hacia el mismo lugar durante unos instantes y se perdió para siempre en el mar de tumbas.



Para entonces las chicas ya habían terminado sus escritos. Los leímos uno por uno. Yo sólo había garabateado algo sobre la inmortalidad, nada de importancia. Pero cuando le llegó el turno a Laura, se emocionó y apenas pudo terminar de leer. Maluba la abrazó con ternura y ambas se dejaron llevar por el llanto. Aquello me pareció hermoso. Era un momento demasiado íntimo entre dos buenas amigas, de modo que, para no incomodarlas con mi presencia, me levanté de la tumba que me había servido de asiento y me encaminé, intrigado, en busca de otras historias, hacia el lugar que había visitado el anciano. Encontré allí una bonita lápida de granito de tonos castaños, de gran tamaño, limpia y cuidada, rodeada de pequeños arbustos y flores, y coronada por un jarrón de boca ancha copado de rosas de color rojizo, anaranjado y rosáceo. Y en el epitafio un nombre: «Simone Junieres, nacida Aubineau (1915-1993)». Una mujer. Simone. Casada. Muerta hacía catorce años. Y aquel anciano, acaso su viudo, después de tantos años de soledad, que aún no se acostumbraba a haberla dejado volar para siempre.


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