Desconozco si ocurre igual en otros cementerios, no ya en París, sino en el resto de Francia o en otros países, pero aquél de Montparnasse parece ser lugar frecuente de peregrinación bohemia. Dispone el camposanto en su entrada de una caseta de información turística, regentado por una señora de mediana edad tras un mostrador, sobre el cual se apilan un par de montones de folletos de información turística sobre el recinto. Cuando le preguntamos por la tumba de Julio Cortázar, la mujer cogió uno de los folletos, lo desplegó y señaló en un plano la situación del lugar donde descansaban los restos mortales del escritor. Se lo agradecimos y nos llevamos un par de planos, en los que pudimos leer una relación de todos los grandes nombres de filósofos, escritores y figuras de la cultura francesa que podían leerse en aquellos epitafios de granito y mármol desperdigados por el cementerio. Allí estaban enterrados intelectuales tan celebérrimos como Baudelaire, Cioran, Maurice Leblanc, Sartre, Maupassant, Simone de Beauvoir, Beckett, Poincaré, entre muchos otros inmortales que ya no son más que nombres desdibujados sobre piedras planas.
Desperté de filosofías. Alcé los ojos, justo en el momento en el que el sol se abría paso a través del velo de nubes, y vi a las chicas postradas ante una tumba a lo lejos. Me dirigí hacia allí. Maluba y Laura estaba sentadas frente a la tumba de Cortázar, que está cubierta por una sobria losa de mármol blanco que reza un simple «Julio Cortázar (1914-1984)» y de la que sobresale una especie de composición de discos lisos y circulares, como burbujas de sueños que soplara un niño a través de un burbujero.
Levanté la vista. Las chicas escribían con profusión, casi torrencialmente. Mi hoja estaba en blanco. Miré a mi alrededor, tal vez buscando algo de inspiración. Cerca de allí un anciano de luto riguroso, doliente de otras muertes, contemplaba con amargura alguna lápida. Fácilmente rondaría los noventa años. Su figura enjuta y cansada descollaba solitaria entre mausoleos, cruces, cenotafios y sepulturas. Tenía el pelo encalado y el cuerpo frágil y encogido por el peso de los años. No podía dejar de observarlo, tal vez porque me asaltó la sensación que se tiene cuando nos cruzamos con un personaje sin novela escrita. Aquel anciano, sin duda, tendría su historia, que sería novelesca, que, de poder conocerla, nos haría dejar escapar lágrimas de los ojos. Sin embargo, esa novela se quedará por escribir, quedará enterrada como tantas otras vidas bajo un lecho de piedra, hierbajos y flores. Es precisamente eso lo que decía su mirada acuosa, perdida en el suelo: lo más triste, lo más trágico de todo es pasar por este mundo sin haber dejado la huella de nuestros pasos hollada en la tierra.
Para entonces las chicas ya habían terminado sus escritos. Los leímos uno por uno. Yo sólo había garabateado algo sobre la inmortalidad, nada de importancia. Pero cuando le llegó el turno a Laura, se emocionó y apenas pudo terminar de leer. Maluba la abrazó con ternura y ambas se dejaron llevar por el llanto. Aquello me pareció hermoso. Era un momento demasiado íntimo entre dos buenas amigas, de modo que, para no incomodarlas con mi presencia, me levanté de la tumba que me había servido de asiento y me encaminé, intrigado, en busca de otras historias, hacia el lugar que había visitado el anciano. Encontré allí una bonita lápida de granito de tonos castaños, de gran tamaño, limpia y cuidada, rodeada de pequeños arbustos y flores, y coronada por un jarrón de boca ancha copado de rosas de color rojizo, anaranjado y rosáceo. Y en el epitafio un nombre: «Simone Junieres, nacida Aubineau (1915-1993)». Una mujer. Simone. Casada. Muerta hacía catorce años. Y aquel anciano, acaso su viudo, después de tantos años de soledad, que aún no se acostumbraba a haberla dejado volar para siempre.
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