miércoles, 24 de septiembre de 2008

Retales a vuelamar: Lluvia y café


El cielo amenazaba lluvia, y cumplió. Me desperté en aquella cama que no era la mía, en aquella habitación tan vacía de mí, bajo aquel techo desconocido, con el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el alféizar de la ventana. Vaya día de playa, pensé. Ese día, como casi todos los días que llevo en Málaga, tenía la intención de pasar toda la mañana en la playa, escribiendo, leyendo, o simplemente estando allí, que es de lo que se trata.


Desde hace algún tiempo me llegan ecos de algo que ya me parece irreprimible, una llamada que se abre paso como un caudal entre los silencios y que me atrae, una sensación que es tan difícil de eludir como imposible de explicar. Por eso, cuando Galisteo me propuso quedarme unos días en su piso de Málaga si me sacaba la carrera, no lo pensé ni por un instante. Y aquí estoy, solo, puesto que Galisteo trabaja por las mañanas, sentado a la orilla del mar inmenso, al fin.


Aún llovía afuera, sobre la calle desierta. Entré en un bar para desayunar, para ganar algo de tiempo mientras el cielo se decidía si escampar o aguarme el día de playa. Al parecer en Málaga tienen una forma peculiar de nombrar algunos tipos de cafés. Yo suelo pedir siempre un café con leche en vaso de caña, pero aquí al café con leche se le llama un mitad, y si es en taza grande, un doble. De menor a mayor cantidad de leche en el café se denominan solo, manchado, mitad, sombra y nube. A la hora de pedir un manchado puede dar lugar a error si somos de fuera de Málaga, pues aquí lo que consideran manchado es el café de leche, no la leche manchada de café como en todos sitios, de modo que es menester andarse con cuidado si no queremos que nos sirvan algo radicalmente opuesto a lo que hemos pedido. Pero siempre termina alguien pagando la novatada. Y por si fuera poco, la camarera del bar era árabe, aunque nada de velos ni de túnicas, ésta era una mora joven de veintitantos, de ojos oscuros y profundos y piel aceitunada, alta, una mujerona, que aún no se desenvolvía demasiado bien con el idioma, y menos con alguien como uno que andaba pidiendo cafés con leche en vasos de caña. En estas situaciones tan extrañas se da cuenta uno de lo raro que se es.


Al salir, tras un mitad en vaso de caña, un pastel y algunas páginas del libro que tengo entre manos, comprobé que el cielo me daba cierta tregua, aunque sin renunciar a una leve lluvia fina. Tomé entonces la determinación de seguir con el plan previsto y, una vez en el centro, ya se vería. Subí al autobús que conducía al centro, al Paseo de la Alameda, y fue bajar del autobús y salir de repente un sol que no podía ser más radiante. En ese momento, la gente de la calle, como movida por un movimiento mecánico, cerraba los paraguas al unísono y se quitaba la ropa de entretiempo, por el sofoco, para quedarse sólo en manga corta. Visto lo visto, me dirigí hacia la playa.


Ahora, ya en la orilla del mar, en tanto escribo estas líneas, el sol acaba de ocultarse entre nubes grises tras el faro del puerto, aunque al menos no llueve. Me pasaría toda la vida así, tal cual me encuentro en estos momentos, tirado sobre la arena húmeda, que no se adhiere a la ropa si está seca, esbozando palabras sobre un lienzo difuminado como a través de un velo azul, que es el cielo, rodeado por el rumor de las olas rompiendo con suavidad en la orilla y un sabor de arena y sal en los labios.


Pero es hora de despertar. Esto, como todo en esta irónica existencia, es efímero también. Recuerda que has quedado con Quique para comer. Ya es la hora. Tendrás tiempo de volver, porque a los paraísos siempre se vuelve, aunque ya estén perdidos, aunque sólo sea en sueños.


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