Me incorporé. Faltaba alrededor de una hora para la una del mediodía, así pues me despedí con mirada triste de Notre Dame mientras me alejaba de allí en dirección al metro, camino de la estación de autobuses. Pasé de nuevo al lado de la fuente de San Miguel y el Caído. Aquella escultura fue lo primero que vi de París. También fue lo último, antes de que los ínferos volvieran a engullirme por la misma boca de metro que hacía tres días me había escupido por vez primera. Hice el trayecto opuesto hasta llegar a la parada de Galliéni, en la estación de Charles de Gaulle. De nuevo me subí en el autobús que me llevaría, tras diecisiete horas de viaje nocturno e insufrible, hasta Madrid. Y una vez allí, sacar otra vez el billete para Pozoblanco. Para mi sorpresa, en el autobús volví a encontrarme con Matías, con quien había coincidido en el viaje de ida a Madrid, y que, como yo, también regresaba de su Nochevieja precisamente ese mismo día, que ya es coincidencia. Cosas de la danza de la realidad y sus causualidades. El círculo parecía querer cerrarse. Todo se repetía, aunque en sentido inverso, como un número capicúa. Tal vez Nietzsche tuviera razón cuando decía aquello del Eterno Retorno, de que todo acaba repitiéndose, que el mundo es inmutable y perdurable con el transcurso de los años y los siglos, que la existencia es circular, cíclica, pendular, o que, como decía Azorín, vivir es ver volver, y que nuestras vidas vienen a ser eso, algo así como un palíndromo caprichoso que nos pasamos leyendo de delante atrás y de atrás adelante durante el resto de nuestros días.
domingo, 12 de octubre de 2008
Viaje a París (y XII): El eterno palíndromo
Viaje a París (XI): A la deriva
Las chicas se marcharon por la mañana temprano. Las nubes parecían pinceladas con acuarelas de tintes violáceos en el cielo cuando me despedí de ellas en la estación de autobuses que llevaban a los pasajeros al aeropuerto. Hacía un frío de mil demonios. Me quedé allí, como un pasmarote, agitando la mano al autobús que se perdía entre la niebla matinal de aquel día que comenzaba a desperezarse. Maluba y Laura, que habían contratado este viaje hacía tres meses, hicieron los trayectos de ida y vuelta a Madrid en avión, pero a uno, que acordó a última hora, no le quedaba otra que marcharse tal como había venido: tragándose sus diecisiete horas de autobús. Sin embargo, tenía que estar en la estación a la una del mediodía, y hasta entonces tenía toda la mañana por delante. Ya habría tiempo después de llorar las penas.
Continué mi camino por los Jardines de las Tullerías, dejando atrás la famosa noria, mezclado entre los paseantes y las esculturas paganas de los márgenes de los pensiles. A pesar de la desolación invernal, la belleza del lugar era ciertamente poderosa, clara, enfática, apasionada, exultante e insultante. París posee una rara característica de grandiosidad que no tienen otras ciudades, salvo Roma. Rodeado de arquitectura renacentista y neoclásica, de edificios suntuosos, recargados hasta rayar el barroquismo, de estatuas clásicas y magníficas fuentes por doquier, y de vastos jardines que se extienden hasta donde la vista alcanza, uno no puede por menos de admirarse ante tanta exuberancia, sin que por ello cese la abrumadora sensación de suficiencia, altivez y desdén de una ciudad que nació con vocación de ser venerada.
Viaje a París (X): Café sans lait en el barrio judío
Sin embargo, la capital francesa también exhala fragancia de café, que, si bien no es tan fuerte como la de la comida, se manifiesta más visualmente, en forma de cafés, bares y terrazas que son tan típicos en París como dar una vuelta en góndola en Venecia, montar en rickshaw en Calcuta, ascender la colina Acrópolis en Atenas, recorrer en faluca el Nilo o tirar la moneda a la Fontana di Trevi en Roma: son cosas que el viajero tiene que hacer en todos esos lugares, y el café en París es destino ineludible. Mejor si se sienta uno al lado de la cristalera con vistas a la calle, desde donde se pueda ver a la gente pasar y evadirse con la mirada perdida en el horizonte, y mucho mejor si uno lleva consigo papel y pluma para escribir unas líneas mientras se enfría el café au lait.
Aunque no era ése el caso aquella tarde. Nos dejamos llevar por la placidez de los paseos al socaire de la puesta de sol y aparecimos en Le Marais tras doblar una esquina. Fue en el Barrio de Marais donde se empezó a construir los famosos hôtel, aquellos palacetes de las familias nobles y burguesas del siglo XVI, y fue éste también el barrio que la monarquía eligió para edificar sus peculiares residencias de estilo novedoso que con el transcurrir de los años aparecería en los nuevos barrios del extrarradio del París de entonces, como Saint Germain y Saint Honoré. Además, Le Marais es la judería de París, donde con el tiempo se han ido asentando judíos ortodoxos procedentes de África y de Europa central, y prueba de ello es la cantidad de tiendas kosher, sinagogas y de centros de reunión que saltan a la vista del visitante.
Mientras caminábamos por la Rue Rosiers podíamos dar fe de esta singularidad. Tan pronto nos cruzábamos con turistas que concurrían en los cafés, o con jóvenes judíos vestidos completamente de negro con la kipá de rigor en la cabeza, como con parejas de chicas o de chicos paseando de la mano o agarradas de la cintura. Lo curioso es que todo el mundo aceptaba aquel collage sociológico con total naturalidad, todo casaba a la perfección, sin hormas ni calzadores.
Los hombres, algunos con kipá, eran bastante ruidosos, sobre todo uno de ellos, que no dejaba de vociferar ante cada jugada nada más ver sus naipes. La media de edad de los habitantes del bar fácilmente rebasaría la cincuentena. Todos bebían cerveza y agua, tal vez algún whisky. Tres mujeres permanecían sentadas en otra mesa, charlando de sus cosas; vestían con ropa ajustada y mucho maquillaje. Estaba sacando ya mis propias conclusiones cuando reparé en que los que jugaban a las cartas eran sus maridos, o al menos sus acompañantes, ya que de vez en cuando se dirigían a ellas, mientras las mujeres esperaban y miraban cómo se divertían los hombres.
Viaje a París (IX): Granito y mármol
Desconozco si ocurre igual en otros cementerios, no ya en París, sino en el resto de Francia o en otros países, pero aquél de Montparnasse parece ser lugar frecuente de peregrinación bohemia. Dispone el camposanto en su entrada de una caseta de información turística, regentado por una señora de mediana edad tras un mostrador, sobre el cual se apilan un par de montones de folletos de información turística sobre el recinto. Cuando le preguntamos por la tumba de Julio Cortázar, la mujer cogió uno de los folletos, lo desplegó y señaló en un plano la situación del lugar donde descansaban los restos mortales del escritor. Se lo agradecimos y nos llevamos un par de planos, en los que pudimos leer una relación de todos los grandes nombres de filósofos, escritores y figuras de la cultura francesa que podían leerse en aquellos epitafios de granito y mármol desperdigados por el cementerio. Allí estaban enterrados intelectuales tan celebérrimos como Baudelaire, Cioran, Maurice Leblanc, Sartre, Maupassant, Simone de Beauvoir, Beckett, Poincaré, entre muchos otros inmortales que ya no son más que nombres desdibujados sobre piedras planas.
Desperté de filosofías. Alcé los ojos, justo en el momento en el que el sol se abría paso a través del velo de nubes, y vi a las chicas postradas ante una tumba a lo lejos. Me dirigí hacia allí. Maluba y Laura estaba sentadas frente a la tumba de Cortázar, que está cubierta por una sobria losa de mármol blanco que reza un simple «Julio Cortázar (1914-1984)» y de la que sobresale una especie de composición de discos lisos y circulares, como burbujas de sueños que soplara un niño a través de un burbujero.
Levanté la vista. Las chicas escribían con profusión, casi torrencialmente. Mi hoja estaba en blanco. Miré a mi alrededor, tal vez buscando algo de inspiración. Cerca de allí un anciano de luto riguroso, doliente de otras muertes, contemplaba con amargura alguna lápida. Fácilmente rondaría los noventa años. Su figura enjuta y cansada descollaba solitaria entre mausoleos, cruces, cenotafios y sepulturas. Tenía el pelo encalado y el cuerpo frágil y encogido por el peso de los años. No podía dejar de observarlo, tal vez porque me asaltó la sensación que se tiene cuando nos cruzamos con un personaje sin novela escrita. Aquel anciano, sin duda, tendría su historia, que sería novelesca, que, de poder conocerla, nos haría dejar escapar lágrimas de los ojos. Sin embargo, esa novela se quedará por escribir, quedará enterrada como tantas otras vidas bajo un lecho de piedra, hierbajos y flores. Es precisamente eso lo que decía su mirada acuosa, perdida en el suelo: lo más triste, lo más trágico de todo es pasar por este mundo sin haber dejado la huella de nuestros pasos hollada en la tierra.
Para entonces las chicas ya habían terminado sus escritos. Los leímos uno por uno. Yo sólo había garabateado algo sobre la inmortalidad, nada de importancia. Pero cuando le llegó el turno a Laura, se emocionó y apenas pudo terminar de leer. Maluba la abrazó con ternura y ambas se dejaron llevar por el llanto. Aquello me pareció hermoso. Era un momento demasiado íntimo entre dos buenas amigas, de modo que, para no incomodarlas con mi presencia, me levanté de la tumba que me había servido de asiento y me encaminé, intrigado, en busca de otras historias, hacia el lugar que había visitado el anciano. Encontré allí una bonita lápida de granito de tonos castaños, de gran tamaño, limpia y cuidada, rodeada de pequeños arbustos y flores, y coronada por un jarrón de boca ancha copado de rosas de color rojizo, anaranjado y rosáceo. Y en el epitafio un nombre: «Simone Junieres, nacida Aubineau (1915-1993)». Una mujer. Simone. Casada. Muerta hacía catorce años. Y aquel anciano, acaso su viudo, después de tantos años de soledad, que aún no se acostumbraba a haberla dejado volar para siempre.
Viaje a París (VIII): El rincón de los amantes
Los días de año nuevo siempre amanece uno a la hora de comer, pasado de noche y cotillones, con ganas un poco de morirse. Ese primer día del año las madres saben que deben preparar, las madres saben estas cosas, una buena sopa caliente que reconforte el estómago maltratado y ninguneado durante la noche anterior, que suele haber sido larga. Pero ni aquella noche había sido larga ni aquel día de año nuevo era como los otros.
El día de año nuevo se nos amaneció algo más fresco. Decidimos tomárnoslo con más calma, puesto que las jornadas anteriores ya habíamos visitado la mayoría de los enclaves señalados en el plano como obligatorios. Maluba propuso volver a alguno de los lugares en los que ya habíamos estado. Yo expresé mi deseo de regresar a los Jardines de Luxemburgo, pues el día de antes había escrutado un bonito rincón entre las sombras de los árboles que me había llamado la atención y que, debido a las prisas que llevábamos en ese momento, no había podido ver con claridad.
miércoles, 24 de septiembre de 2008
Viaje a París (VII): La inolvidable Nochevieja parisina
Nochevieja en París. El solo pensamiento invitaba a fantasear. Sin embargo, no debíamos pensar en otra cosa que en el hecho de que al día siguiente habríamos de levantarnos temprano para seguir con nuestro tour parisino. Maluba había recibido la llamada de una amiga, que nos invitaba a una cena que habían organizado el grupo de amigos españoles que Maluba, al volverse a España hacía un año, se había dejado en París. Huelga decir que aceptamos, más que todo porque no nos veíamos una Nochevieja, y más en París, acostándonos con las campanadas.
La cena transcurrió como transcurren las cenas entre viejos amigos: entre risas y recuerdos. Laura y yo, que no conocíamos a nadie —y, encima, ella y yo acabábamos de conocernos el día anterior—, aguantábamos el tipo como podíamos, mientras Maluba intentaba recuperar el tiempo perdido con sus amigos pasados. Yo he de confesar que me lo pasé genial, estuve hablando con mis vecinos de mesa, aunque más bien eran vecinas, y me pasé la cena entre carcajadas. Y es que estas vecinas resultaron ser muy simpáticas y, sobre todo, un poco payasas, vaya en el sentido más honroso de la palabra, y me hicieron la velada más agradable de lo que esperaba entre tanto desconocido.
A las once de la noche se materializó un rumor que había estado sobrevolando las conversaciones de la cena: ir a los Campos Elíseos a tomarnos las uvas con las campanadas. Pero si en Francia no existe eso de las uvas ni las campanadas. Eso tenía solución, al menos en parte, pues las chicas habían comprado lotes de uvas para todos. De modo que, cada cual con su docena de uvas en vasito de plástico y una botella de champagne francés, nos dirigimos todas —y es que todo se pega— hacia el metro para despedir el año en los Campos Elíseos. Entonces comenzó el Apocalipsis.
Llegar al metro, esperar en el andén, descorchar la botella de champagne francés, servir el champagne en los vasitos de plástico, brindar por el futuro, beber, entrar en el vagón, asirse a cualquier lado para no caerse, hablar como sólo se habla en los países extranjeros, reír como sólo se ríe bajo el efecto del champagne, cantar canciones estúpidas, bajar del vagón, correr a contrarreloj, hacer transbordo, volver a subir a otro metro, apretujarse entre la gente, empujar al de al lado, empezar a hacer calor, cubrirse los cristales de vaho, entrar cada vez más muchedumbre en el vagón, resoplar sofocados, abrir las ventanillas, agobiarse, parecer sardinas enlatadas en escabeche, sospechar que aquello no había sido buena idea, desear no haber salido de casa, llegar el metro a la parada de Champs Elysées Clémenceau, salir la marabunta al detenerse el vagón, respirar, darse prisa para no llegar tarde, intentar entrar las miríadas y riadas de todo París por la boca de metro de los Campos Elíseos, saborear el miedo, crisparse los nervios, activarse los instintos más primitivos, luchar por sobrevivir entre la turba, producir adrenalina, apartar de nuestro paso a los poco despabilados, estar atento a las avalanchas humanas, ver peleas entre las cabezas, agarrarnos entre las chicas y yo de la ropa para no perdernos, resultar imposible, separarse por las embestidas de la gente, desoír los chillidos de terror de mujeres histéricas, ignorar los gritos de los energúmenos, procurar mantener la calma, tratar de no perder de vista a las chicas, pasar veinte personas a la vez por los rodillos unipersonales, remontar el primer escalón de las escaleras de salida, ver aliviado un trozo de cielo negro y estrellado al final de aquel hormiguero, ascender a base de empujones, avanzar como si a uno le fuera la vida en ello, mirar el reloj, faltar sólo cinco minutos para medianoche, ver policías al final de la escalera, suspirar aliviado, encontrar Maluba un zapato antes de llegar arriba, agacharse con peligro se ser arrastrada y enterrada por las hordas humanas, llegar al fin a la cima de la escalinata, entregar Maluba el zapato a un policía, volver a respirar, sentirse renacer, reagruparnos, faltar dos minutos escasos para las doce, situarnos en medio de los Campos Elíseos, creerse en el centro del mundo, ver crecer el Arco del Triunfo delante, centellear la Torre Eiffel a la izquierda, girar la noria y el obelisco de la Plaza de la Concordia detrás, sacar los vasitos de plástico con las uvas, contener la respiración, estremecerse, inspirar emocionados, llegar las doce y...
Un silbido rasgó el velo de la noche, todos miramos hacia el cielo para ver el fuego artificial ascender hacia las alturas y deshacerse en una nubecilla de humo gris sin pena ni gloria, como esos fuegos artificiales que están húmedos y salen ranas. Bueno, pensamos todos, ése sería sólo el primero de una gran sinfonía de estruendos y luminarias al pie del Arco del Triunfo como siempre se ve por televisión. Pero no hubo nada más. La gente comenzó a abrazarse a nuestro alrededor. Miré el reloj: las doce en punto.
Temiéndose aquello, las amigas de Maluba, inasequibles al desaliento, empezaron a cantar las campanadas, y así nos tomamos las uvas, sin una mala campanada, sin un pobre fuego artificial que hiciera distinguirse aquella noche de las demás. Lo única diferencia era que la Torre Eiffel refulgía con luces blancas como un enorme árbol de Navidad. Luego volvimos a brindar por el nuevo año con más champagne, que supongo que debía de haber más botellas en los bolsos de las chicas, si no es que no se comprende.
La caterva comenzó a dispersarse. Poco quedaba por hacer allí, todo había terminado, acaso antes de empezar. Entonces recordamos que al día siguiente nos esperaba otro buen tute de patearse París, así pues mejor sería retirarse a tiempo, que de esa forma se fraguan las victorias, y nos despedimos de las amigas de Maluba, que se marchaban de cotillón a alguna discoteca cercana. Y así fue cómo el Club de la Bohème Absurda fue, vio y salió trasquilado cuando iba a por lana a los Campos Elíseos la inolvidable Nochevieja para olvidar de 2007.
Viaje a París (VI): El Club de la Bohème Absurda
El sueño fue reparador. Después de algo más de treinta y seis horas sin probar una cama, uno se deja caer sobre el lecho, sea cual sea, como si fuese entre mullidos algodonales celestiales. Las chicas creo que se ducharon, pero para entonces ya había yo fundido en negro sin remisión.
Sonó la alarma del despertador. Ocho horas de sueño nunca han sido suficientes. Maluba y Laura se levantaron. Yo pedía árnica y cinco minutos más. Nada, tuve que meterme debajo de la ducha casi a rastras, mientras ellas preparaban los bocadillos.
¿Dónde me encontraba? Lo recordé: en París, con aquellas dos chicas que apenas conocía. Creo que fue entonces, bajo el agua tibia de la ducha, la primera vez que fui plenamente consciente de la situación. Un suspiro.
Día de San Silvestre. Empezamos por Montmartre, antaño refugio de escritores y artistas fracasados, residencia de otros tantos triunfadores, como Picasso, lugar de cafés y tertulias, de líos de faldas y borracheras que han pasado a la Historia. Nada más llegar todo eso se huele en el aire, pues resulta tan característico su aroma como aquél un poco rancio de las iglesias, ése que nos advierte que entramos en un viejo recinto sagrado, un sanctasanctórum de la Bohemia, y eso los soñadores, como uno, lo agradecen.
Montmartre se construyó sobre una colina, cuya cima está coronada por el Sagrado Corazón, una de las construcciones más emblemáticas de París, aunque también es un barrio conocido por ser zona comercial típicamente parisina, en la que pueden encontrarse cafés, restaurantes y lugares de diversión nocturna como el Molino Rojo y la Place du Tertre. Nos perdimos entre la gente por las calles que circundaban la Place du Tertre, entre músicos al aire libre, artistas callejeros, pintores de brocha, de pincel, de espátula, al carboncillo, con esponja, al pastel, al óleo, a la cera, a la acrílica, en lienzo, en papel, con marcos, sin marcos, caricaturistas, retratistas, calígrafos, tiendas de suvenires, calles angostas y empedradas, policías en bicicleta, cuestas arriba, cuestas abajo, todo atestado de gente, todos extranjeros, que se cruzaban una y otra vez, que subían, que bajaban, que compraban, que se retrataban, que se caricaturizaban, que se sacaban fotografías con los pintores, los músicos, los cuadros, las tiendas, los cafés y todo cuanto resultara curioso al turista.
Y de repente la nada. Salimos a una calle desierta, no se veía un alma, sólo una mujer mayor subiendo tranquilamente la cuesta con la bolsa del pan, algún coche aparcado en la acera y unos árboles al fondo, mecidos por el viento. El tiempo pareció detenerse. Como si fuéramos los primeros viajeros que pisaban aquel suelo. Por supuesto, no nos volvimos sobre nuestros pasos, sino que nos miramos, sonreímos y nos internamos en aquel mundo nuevo que se mostraba virgen y en toda su plenitud ante nosotros. Esto era la realidad, la cotidianeidad, la rutina, el corazón de Montmartre: esa mujer con la compra de regreso a su casa, el coche y los árboles. Pero sobre todo el silencio. No lo que habíamos dejado atrás, eso era el ruido del circo, un teatro para niños ya talludos, un parque temático. Así es como yo lo veo al menos, supongo que será eso lo que nos diferencia a los viajeros de los turistas.
Seguimos un poco sin rumbo, y así fueron apareciendo ante nuestros ojos, sin buscarlos, los rincones secretos de Montmartre. A la vuelta de una esquina nos sorprendió el Molino Radet; tras otra, casas de paredes de enredadera, algunas medio derruidas, decadentes, abandonadas; más adelante, el Castillo de las Nieblas; algunos cafés solitarios y sin clientela; y el Sagrado Corazón para culminar. En un momento dado, ante la contemplación del cartel dorado de un café llamado La Bohème, seducidos por el hechizo del lugar y embriagados de intelectualidad y surrealismo, decidimos fundar allí mismo, las chicas y yo, entre risas, lo que dimos en llamar el Club de la Bohème Absurda: un grupo de viajeros, de escritores, de artistas, de bon-vivants, deseosos de vivir y beberse la vida, que no es poco.
Delante de la basílica un hombre tocaba el arpa. A su alrededor se había formado una conglomeración de gente que asistía visiblemente emocionada al concierto. Sus rostros estaban relajados, las facciones eran el fiel reflejo de la serenidad. Y a mí me pasó lo mismo, pues soy bastante sensible a la música callejera, más aún la de cuerda. De hecho fue una epifanía musical callejera, hace ahora justo un año, la que me alentó a comenzar este cuaderno de bitácora. Pronto entré un poco en éxtasis, en un dulce trance al compás de las notas que el músico dejaba escapar del arpa, mientras Maluba se dedicaba a sacarme fotografías durante mi proceso catártico. Se ve un bonito panorama desde aquella altura, París se le ofrece majestuoso al observador en toda su extensión. Lástima que la nubosidad de aquel día velara de blanco el lienzo.
No podíamos olvidar que aquella noche era Nochevieja, y aunque no habíamos ido a París de fiesta, sí que se nos tenía reservada una pequeña aventura que nunca olvidaríamos. No obstante, antes de que oscureciera, aún tuvimos tiempo aquella jornada para tomar crêpes en un café típico de estampa parisina y dar largos paseos por las Tullerías, la Ópera, la Plaza Vendôme, los Jardines de Luxemburgo, el Senado, el Boulevard Saint-Michel, el Panteón, la Rue Mouffetard, el Barrio Latino y sus alrededores.