miércoles, 24 de septiembre de 2008

Retales a vuelamar: Epílogo al mar


Me disponía, aquella tarde plomiza de nubes negras, a escribir una oda al mar, que celebrara su belleza y al mismo tiempo llorara su pérdida, un escrito agridulce, grandilocuente, no carente de afectación ni adornos. El cuerpo me lo pedía, incluso antes de haber llegado a la playa, inmortalizar el que sería el último atardecer de mi estancia en Málaga, de modo que por el camino comencé a esbozar mentalmente las primeras palabras de aquel amargo réquiem por los amantes que han de arrancarse el último beso de los labios.


Lloviznaba con timidez cuando volví a sentir la arena húmeda bajo mis pies. El sol tornaba los ojos tras los nubarrones, cediendo su luz escarlata en favor de las tinieblas que en aquellas últimos estertores del ocaso se cernían a mi alrededor. Era perfecto, no podría haber imaginado un escenario más hermoso sobre el que escribir el epílogo de los días en aquel paraíso baladí.


Con estos pensamientos dejé la mochila a mi lado y me senté en la arena, como había hecho todos los días anteriores, a un metro escaso del vaivén de las olas de la orilla, a escuchar la voz del mar y tratar de transcribir su susurro al oído.


Garrapateaba unas líneas afortunadas, cuando la broza de una ola caprichosa me rozó la punta del pie. Vaya, está subiendo la marea, me dije, tendré que ir pensando en retirarme un poco de la orilla. Y no había terminado la frase cuando, de sopetón, y cogiéndome absolutamente desprevenido, un golpe de mar me cubrió por completo de agua y me arrastró hasta caer de espaldas sobre la arena mojada. Estuve rápido al quite y me levanté con rapidez, al menos para no quedar empapado por completo. Entonces recordé mi mochila, donde guardaba mis libros, pero sobre todo ¡mis cuadernos de diarios y estos retales a vuelamar aún manuscritos! Miré en torno a mí y la vi a un par de metros de distancia, flotando a la deriva, como una botella lanzada al mar, cuyo mensaje enrollado eran mis escritos de varios días, pero sin tapón de corcho que la cerrara. Me quedé lívido al cruzárseme por la mente la imagen de mis cuadernos con la tinta corrida, mojada e ininteligible por la humedad. A grandes zancadas salvé el trecho que nos separaba chapoteando por el agua, pues de nuevo vino otro golpe de mar, con lo que se me calaron los zapatos hasta los tobillos. Arranqué la mochila de las fauces del mar y la llevé a tierra firme, donde saqué los cuadernos, que habían resistido bien el envite de los elementos, salvo por los bordes, que se veían un poco afectados, y los libros, que habían salido peor parados, sobre todo Black & Blue, que quizá se lo mereciera. En adelante, las páginas acartonadas de ese libro me recordarían aquel golpe de mar, aquella despedida frustrada, aquella violenta expulsión del edén.


En esto, empezó a llover con más fuerza, de manera que los libros no tenían escapatoria y habían de aguarse bajo la lluvia o en el interior de la mochila, que también contaba con restos de arena y pequeñas conchas de mar. Me resigné a mi destino inexorable, y al de los libros, y me dispuse a largarme de allí sin mi preciado poema de despedida. Me fijé que un hombre que andaba sacando fotos del atardecer y de la estela de deltas que habían dejado las olas enbravecidas a su paso por la arena, había visto toda la escena, así que se habría reído de buena gana con mis gansadas. Y yo también solté una buena carcajada mientras cruzaba el paseo marítimo en dirección al puerto, vaya suerte la mía, esto sí que es ir a por lana y volver trasquilado.


Después de todo aquello, al calor de la soledad de la noche, cuando estoy escribiendo estas palabras, me asalta la sensación de que, sin duda, el mar eligió el mejor epílogo posible para estos retales a vuelamar que terminan aquí, porque de alguna manera sentí su tibio abrazo cuando me abordó la ola que hizo enrolarse a mi mochila, con mis cuadernos en su bodega, con destino tan incierto. Fue como si el mar reclamara esos escritos, que en puridad habían salido de él, como propios, y, por ello, libre de tragárselos entre sus abismos. Quizá no debería haberlos rescatado de las aguas, tal vez habría sido mejor regalárselos como pago, en sincero agradecimiento por la inspiración de aquellas horas de solaz.


Gracias.

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