miércoles, 24 de septiembre de 2008

Viaje a París (I): En marcha

... y una voz inflexible grita: «¡En marcha!».

Manuel Machado, Castilla


Aquí estamos otra vez. Rumbo a lo desconocido. Ante mí sólo un nombre, un destino, una palabra escrita en la luna de un autobús: París. Lo demás es un lienzo en blanco que las horas irán tiñendo de color en sus próximos devenires; lo demás es superfluo; lo demás es accidental, sin por ello estar carente de esencia, pues entiendo por esencial todo aquello que no se planea, lo que surge porque sí. Lo esencial es todo aquello que se ha despojado de toda sensatez y no atiende a razones, esa pulsión desnuda, irreprimible, que hace uno o dos siglos llamaban aventura, aunque con un sentido ya obsoleto. La aventura es el viaje, el viaje es el camino, el camino es el objetivo y la meta. El resto poco importa.


En París me esperan Maluba y Laura, con las que pasaré estos días que circundan la muerte del año. Brindaremos por el finado a la luz de la luna de la vieja ciudad del amor y saludaremos al neófito con nuestras copas lanzadas al Sena. He quedado con ellas en la pirámide del Louvre mañana a la una y media del mediodía, como si estuviera aquí al lado, como si quedara allí uno todos los días. Sólo tengo unas indicaciones mal dibujadas en un trozo de papel, sin el nombre de la calle ni el número de la vivienda, por si no nos encontráramos y no tuviéramos forma de comunicarnos. No estoy muy seguro de que el papelajo vaya a servir de mucho, pero menos es nada. ¿No es maravilloso?


Y mientras tanto, aquí estoy otra vez, en Madrid, en una estación de autobuses cualquiera, soñando sueños de otros tiempos, tratando de escapar de las garras de lo predecible. Uno intenta coger a la vida desprevenida, aunque me tachen de loco, mi madre lo hace, la pobre con razón; sin ir más lejos, ayer, pasada la medianoche, le dije que me marchaba a París, así, de repente, y esta mañana, ocho horas después, ya estaba subido en el autobús que acaba de dejarme en Madrid. Que me pregunten dónde estaré mañana, que no sabré qué contestar; igual que si me hubieran dicho ayer que hoy estaría camino de París, que me habría reído de buena gana. ¿Acaso existe algo más excitante, más vivo y brioso que la total ausencia de seguridad en todo?


Lo decidí todo anoche. Maluba me ofreció de nuevo irme con ella y Laura a pasar el fin de año en París. Hacía varias semanas que venía proponiéndomelo, pero yo estaba un poco reticente. Tenía mis dudas. Pero en vista del plan de mis amigos para la Nochevieja: un cotillón de barra libre con refrito de música de las últimas tres décadas, me agarré al clavo ardiendo de Maluba en el último momento, decisión que sin duda mi hígado me agradecería por muchos años. La perspectiva de un viaje a París en Navidad se me antojó entonces, una vez hecho a la idea, tal vez una experiencia que quizá no se borraría de la retina de la memoria.


Es el momento en el que uno se da cuenta de lo que significa eso del viaje como huida, aunque no creo que haya viajes sin huida, como tampoco pueden soltarse amarras sin arrojar lastres tras de sí. El verdadero viajero abandona lo que posee en pos de quimeras inciertas, huye de lo que ya ha conseguido para no acomodarse, no se encastilla, si no se pudre, como el agua que se estanca. Por eso la vida, que es el viaje primordial, es una continua huida.


¿Pero una huida de qué? Difícil respuesta, acaso uno huya de la propia vida, de sí mismo.


Me dicen que soy un cándido, un inocente, que tengo demasiados grillos en la cabeza, que la vida poco a poco me irá dando palitos para que vaya dándome cuenta de qué va el asunto este de vivir. Bueno. Lo que tenga que ser, será. Todo el mundo tiene su peculiar manera de divertirse y de emplear este tiempo de prórroga que se nos ha brindado antes de morir. Yo prefiero el desorden, el caos vital. A otros les da por ser infelices. Allá ellos.

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