domingo, 12 de octubre de 2008

Viaje a París (y XII): El eterno palíndromo



La gran pirámide de cristal y el Louvre

Continué mi largo paseo por el centro de París a través de los Jardines de las Tullerías. El término de las Tullerías penetra directamente en el Museo del Louvre, en el recinto que alberga la gran pirámide de cristal, que sirve de entrada al museo. La gente se agolpaba a su alrededor, atraídas por la lectura de noveluchas de misterio esotérico, como hormigas alrededor de unos despojos. Yo pasé de largo y atravesé los patios interiores del Louvre hasta llegar al Patio Cuadrado. De allí me dirigí, por la salida lateral, al Puente de las Artes, inmortalizado por Cortázar en Rayuela. Desde el puente bordeé la Isla de la Ciudad hasta llegar a la Plaza de St. Michel y al fin a la catedral de Notre Dame.



Vista lateral sureste de Notre Dame desde la orilla del Sena

Caí rendido en un banco frente a la catedral, que se erguía majestuosa sobre el cielo blanco azulado. El paseo desde el Arco del Triunfo me había llevado más de dos horas, que fácilmente supondrían unos cinco kilómetros de recorrido. Así que en el banco me quedé, recuperando el resuello, mientras contemplaba la fachada oeste de Notre Dame. Sabía, sin embargo, que si Notre Dame era extraordinaria no era por aquella fachada, que es la imagen más popular de la catedral, sino por todo lo demás, por sus laterales y su parte trasera, la que mira al este. Es precisamente ésta la distinción entre la dualidad de influencias estilísticas que se aprecian en el monumento: ciertas reminiscencias del románico normando, con su fuerte y compacta unidad, en la fachada principal; y en el resto de la construcción, la evolución arquitectónica del gótico confiere al edificio un aspecto sombrío, siniestro y mágico, como de cuento de hadas, presente en los trazos picudos de la edificación, de matices grisáceos y pesarosos, de arcos ojivales, de finas y alargadas columnas y de cúpulas estilizadas. El esqueleto de soporte estructural es visible desde el exterior, lo que le da una apariencia un poco grotesca, como de esqueleto de un animal prehistórico colosal. En París esto es algo que sucede a menudo, se disfraza la decadencia, muchos monumentos tienen su cara amable, la que muestran al público, pero luego está la cruz de la moneda que pocos buscan, aquélla que está ennegrecida por el deterioro y el moho, y que suele dar a una calle trasera, decuidada y harapienta. No es el caso de Notre Dame, su estado no es en absoluto ruinoso, pero prefiere uno estas otras caras de la moneda, que resultan un tanto lúgubres y que poseen más encanto, más poesía, de la misma forma que siempre encontré mayor placer en las caras B de los singles de música.



Vista trasera oriental de Notre Dame

Sin darme apenas cuenta, había vuelto al mismo lugar en el que comencé este viaje a París. Observé nuevamente, desde el banco donde descansaba, el mojón al que me había subido para buscar a Maluba y Laura. Todo pasa, todo llega y se va. A veces es complicado sustraerse a la melancolía del pasado, aunque sea del más inmediato.

Me incorporé. Faltaba alrededor de una hora para la una del mediodía, así pues me despedí con mirada triste de Notre Dame mientras me alejaba de allí en dirección al metro, camino de la estación de autobuses. Pasé de nuevo al lado de la fuente de San Miguel y el Caído. Aquella escultura fue lo primero que vi de París. También fue lo último, antes de que los ínferos volvieran a engullirme por la misma boca de metro que hacía tres días me había escupido por vez primera. Hice el trayecto opuesto hasta llegar a la parada de Galliéni, en la estación de Charles de Gaulle. De nuevo me subí en el autobús que me llevaría, tras diecisiete horas de viaje nocturno e insufrible, hasta Madrid. Y una vez allí, sacar otra vez el billete para Pozoblanco. Para mi sorpresa, en el autobús volví a encontrarme con Matías, con quien había coincidido en el viaje de ida a Madrid, y que, como yo, también regresaba de su Nochevieja precisamente ese mismo día, que ya es coincidencia. Cosas de la danza de la realidad y sus causualidades. El círculo parecía querer cerrarse. Todo se repetía, aunque en sentido inverso, como un número capicúa. Tal vez Nietzsche tuviera razón cuando decía aquello del Eterno Retorno, de que todo acaba repitiéndose, que el mundo es inmutable y perdurable con el transcurso de los años y los siglos, que la existencia es circular, cíclica, pendular, o que, como decía Azorín, vivir es ver volver, y que nuestras vidas vienen a ser eso, algo así como un palíndromo caprichoso que nos pasamos leyendo de delante atrás y de atrás adelante durante el resto de nuestros días.

Viaje a París (XI): A la deriva

Las chicas se marcharon por la mañana temprano. Las nubes parecían pinceladas con acuarelas de tintes violáceos en el cielo cuando me despedí de ellas en la estación de autobuses que llevaban a los pasajeros al aeropuerto. Hacía un frío de mil demonios. Me quedé allí, como un pasmarote, agitando la mano al autobús que se perdía entre la niebla matinal de aquel día que comenzaba a desperezarse. Maluba y Laura, que habían contratado este viaje hacía tres meses, hicieron los trayectos de ida y vuelta a Madrid en avión, pero a uno, que acordó a última hora, no le quedaba otra que marcharse tal como había venido: tragándose sus diecisiete horas de autobús. Sin embargo, tenía que estar en la estación a la una del mediodía, y hasta entonces tenía toda la mañana por delante. Ya habría tiempo después de llorar las penas.




El Puente de Alejandro III

Me metí en el metro y creo que me quedé traspuesto un par de horas, mientras el tren me llevaba dando vueltas en círculos por París. Entonces me desperté: eran las nueve, perfecto. Necesitaba un café. Salí al exterior por la boca de metro de Invalides y crucé el Puente de Alejandro III. Encontré un bonito café al doblar una esquina de la avenida de Roosevelt, cerca de los Campos Elíseos. Estaba muy cansado, la noche no había sido pródiga en sueño, pero un buen lavado de cara con agua fría, un café y un par de bollos de leche que llevaba yo en la mochila me entonaron lo suficiente como para arrostrar la nueva jornada, la última en París. Por supuesto, casi me da un síncope cuando el estirado camarero me trajo la cuenta: cuatro euros por el café.



El Arco del Triunfo

Maluba, que nos hizo las veces de guía en nuestro tour parisino, nos había mostrado la ciudad por zonas y barrios, y he de decir que lo hizo muy bien, de manera que habíamos visto el centro de París por partes. No obstante, me apetecía recorrer el centro de la ciudad en toda su extensión, a lo largo, desde el Arco del Triunfo hasta la catedral de Notre Dame, de modo que a ello dedicaría aquella última mañana. Me hallaba en los Campos Elíseos, al lado del Arco del Triunfo, así pues encaminé tranquilamente mis pasos a lo largo de los Campos hasta la Plaza de la Concordia, aquélla que hace un par de siglos se llamara la Plaza de la Revolución, esa misma en la que fueron decapitados Luis XVI y María Antonieta. Eran aquéllos tiempos de pocas concordias. Me detuve ante el obelisco para admirarlo de cerca. Unos 3.300 años me contemplaban imponentes y orgullosos, aquellos jeroglíficos de reflejos dorados cincelados en la piedra habían visto incontables guerras.



La Plaza de la Concordia

Hubo un momento en el que me perdí, literalmente, por entre las calles anejas a la Plaza de la Concordia. Caminaba sin plano, lo había perdido hacía un par de días, sería porque su ayuda no resultaba del todo necesaria. Tampoco me importaba ir un poco a la deriva, tenía tiempo todavía incluso para perderme, de manera que tampoco pregunté a los viandantes por mi destino. Pensaba entonces en el verso aquél del poeta que decía aquello de sólo soy yo cuando estoy solo, y no le faltaba razón, uno ve la vida con otros ojos cuando está solo. No es que agradeciera la ausencia de las chicas, al contrario, más bien las echaba de menos, pero parece como si en soledad todo se viera de modo distinto, interioriza uno más las sensaciones y es capaz de absorber hasta los detalles más nimios, como si prestara más atención a cuanto le rodea. Cuando se está solo se es una isla en medio del océano, el horizonte se expande, se hace infinito.

Continué mi camino por los Jardines de las Tullerías, dejando atrás la famosa noria, mezclado entre los paseantes y las esculturas paganas de los márgenes de los pensiles. A pesar de la desolación invernal, la belleza del lugar era ciertamente poderosa, clara, enfática, apasionada, exultante e insultante. París posee una rara característica de grandiosidad que no tienen otras ciudades, salvo Roma. Rodeado de arquitectura renacentista y neoclásica, de edificios suntuosos, recargados hasta rayar el barroquismo, de estatuas clásicas y magníficas fuentes por doquier, y de vastos jardines que se extienden hasta donde la vista alcanza, uno no puede por menos de admirarse ante tanta exuberancia, sin que por ello cese la abrumadora sensación de suficiencia, altivez y desdén de una ciudad que nació con vocación de ser venerada.




Los Jardines de las Tullerías

Viaje a París (X): Café sans lait en el barrio judío

Si alguien me preguntara a qué huele París no dudaría demasiado en responder que por todas partes flota el olor a comida. Va uno paseando por sus callejuelas y le sobreviene el aroma a pan recién hecho, y dos metros más allá huele a kebab y especias provenientes de algún pequeño restaurante turco, o de repente le envuelve a uno el olor a crêpes, croissants y gofres, y a los pocos pasos le llegan efluvios de castañas asadas. Rara es la esquina que se escapa a la tiranía de los olores a comida, tiene uno que alejarse de los lugares transitados, rodear recovecos y subir cuestas empedradas para inspirar algo de aire virgen, pero tal vez ese aire no sea el de París.

Sin embargo, la capital francesa también exhala fragancia de café, que, si bien no es tan fuerte como la de la comida, se manifiesta más visualmente, en forma de cafés, bares y terrazas que son tan típicos en París como dar una vuelta en góndola en Venecia, montar en rickshaw en Calcuta, ascender la colina Acrópolis en Atenas, recorrer en faluca el Nilo o tirar la moneda a la Fontana di Trevi en Roma: son cosas que el viajero tiene que hacer en todos esos lugares, y el café en París es destino ineludible. Mejor si se sienta uno al lado de la cristalera con vistas a la calle, desde donde se pueda ver a la gente pasar y evadirse con la mirada perdida en el horizonte, y mucho mejor si uno lleva consigo papel y pluma para escribir unas líneas mientras se enfría el café au lait.

El problema sobreviene, como ya he dicho en alguna ocasión, cuando el café no es meramente un placer circunstancial, sino que supone una necesidad perentoria, de rutina e ineluctable, y se encuentra el viajero con que en París cada tacita del oscuro néctar se cobra cual si fuese oro negro. Para uno, cafetero confeso e impenitente, que reconoce necesitar al menos un vaso al comienzo del día para ser persona, este hecho prometía convertirse en importante inconveniencia para su estancia en París, si no hubiera sido por la intervención de Maluba, ducha en tales lides, que sabía bien lo que se hacía. La clave estaba —está—, tome nota el interesado, en nuestros colegas los americanos. Resulta que en McDonald’s el precio del café es único y fijo en todos los países europeos, y vale poco más de un euro, y que, aunque no sabe tan bien como el que se toma entre paredes de maderas nobles con Notre Dame al otro lado del ventanal, es más asequible y está igual de calentito. Si por la tarde a uno le da ataque y antojo de sibaritismo, y desea pagarse su café en el meollo de París, perfecto, pero primero las necesidades básicas y las espaldas han de estar cubiertas.

Aunque no era ése el caso aquella tarde. Nos dejamos llevar por la placidez de los paseos al socaire de la puesta de sol y aparecimos en Le Marais tras doblar una esquina. Fue en el Barrio de Marais donde se empezó a construir los famosos hôtel, aquellos palacetes de las familias nobles y burguesas del siglo XVI, y fue éste también el barrio que la monarquía eligió para edificar sus peculiares residencias de estilo novedoso que con el transcurrir de los años aparecería en los nuevos barrios del extrarradio del París de entonces, como Saint Germain y Saint Honoré. Además, Le Marais es la judería de París, donde con el tiempo se han ido asentando judíos ortodoxos procedentes de África y de Europa central, y prueba de ello es la cantidad de tiendas kosher, sinagogas y de centros de reunión que saltan a la vista del visitante.

Pero lo que hace de Le Marais un barrio excepcionalmente pintoresco es que, aparte de ser un barrio histórico de lujosos palacios renacentistas y lugar de residencia de la población judía parisina, es también el barrio gay, el Chueca de París.

Mientras caminábamos por la Rue Rosiers podíamos dar fe de esta singularidad. Tan pronto nos cruzábamos con turistas que concurrían en los cafés, o con jóvenes judíos vestidos completamente de negro con la kipá de rigor en la cabeza, como con parejas de chicas o de chicos paseando de la mano o agarradas de la cintura. Lo curioso es que todo el mundo aceptaba aquel collage sociológico con total naturalidad, todo casaba a la perfección, sin hormas ni calzadores.

Intentamos entrar en una pastelería para tomar café, pero la dueña, una energúmena, nos echó por estar el local atestado de turistas enlatados. Anduvimos unos metros y, al final de la calle, entramos en un bar. Nada más cruzar el umbral nos percatamos de que aquél era un bar judío. Era diferente del típico café parisino. Para empezar, porque afuera ya no se veía el más mínimo rastro de turistas. Luego, era una sala alargada, sin apenas cristalera que diera a la calle, salvo la puerta de entrada. No había madera ni espejos en las paredes, sólo paredes desnudas encarnadas. La iluminación, tenue y anaranjada, provenía de unos tubos fluorescentes sobre las paredes a ambos lados. En primer término estaba la barra, detrás de la cual estaba el dueño del bar, un hombre canoso de unos sesenta y tantos años, que nada más franquear la puerta nos miró como se mira a tres hombrecillos verdes que bajan de un platillo volante. Al fondo se encontraban las mesas, apenas cinco o seis, fabricadas con madera artificial plástica, y sillas del mismo material. En vista de que ya era demasiado tarde para dar vuelta atrás, atravesamos el local en dirección a una de las dos mesas que quedaban libres. En las otras, varios grupos de hombres jugaban a las cartas y al backgammon. Nos sentamos en el extremo del bar y esperamos a que el camarero viniera para pedir los cafés.

Los hombres, algunos con kipá, eran bastante ruidosos, sobre todo uno de ellos, que no dejaba de vociferar ante cada jugada nada más ver sus naipes. La media de edad de los habitantes del bar fácilmente rebasaría la cincuentena. Todos bebían cerveza y agua, tal vez algún whisky. Tres mujeres permanecían sentadas en otra mesa, charlando de sus cosas; vestían con ropa ajustada y mucho maquillaje. Estaba sacando ya mis propias conclusiones cuando reparé en que los que jugaban a las cartas eran sus maridos, o al menos sus acompañantes, ya que de vez en cuando se dirigían a ellas, mientras las mujeres esperaban y miraban cómo se divertían los hombres.

Viendo que nadie venía a atendernos, uno de nosotros tuvo que levantarse e ir hasta la barra a pedir los cafés au lait, si no aún estaríamos esperando en aquel bar. Resultó que no había leche. Esto es la primera vez que me ocurre después de muchos viajes, espero que no fuese Yahvé quien la prohibiera, porque ni era sábado ni habíamos pedido carne con el café. Tampoco preguntamos la razón. Café sans lait, pues.

Viaje a París (IX): Granito y mármol

Cementerio de Montparnasse. Había sido deseo expreso de Laura visitarlo, pues allí se encuentra enterrado Julio Cortázar, celebrado escritor argentino inmortalizado por su opera magna, Rayuela. Cuando las chicas me contaron que para ellas, especialmente para Laura, la parada en aquel cementerio era quizá la más importante y trascendental del viaje, se me dibujó una sonrisa entre triunfante y entrañable en la cara. Aquél sí que era un acto poético de envergadura, de gran calado y honda significancia, digno de un club como el de la Bohème Absurda. ¡Pardiez!, por las venas de Laura y Maluba acaso corriera tinta, en vez de sangre.

Desconozco si ocurre igual en otros cementerios, no ya en París, sino en el resto de Francia o en otros países, pero aquél de Montparnasse parece ser lugar frecuente de peregrinación bohemia. Dispone el camposanto en su entrada de una caseta de información turística, regentado por una señora de mediana edad tras un mostrador, sobre el cual se apilan un par de montones de folletos de información turística sobre el recinto. Cuando le preguntamos por la tumba de Julio Cortázar, la mujer cogió uno de los folletos, lo desplegó y señaló en un plano la situación del lugar donde descansaban los restos mortales del escritor. Se lo agradecimos y nos llevamos un par de planos, en los que pudimos leer una relación de todos los grandes nombres de filósofos, escritores y figuras de la cultura francesa que podían leerse en aquellos epitafios de granito y mármol desperdigados por el cementerio. Allí estaban enterrados intelectuales tan celebérrimos como Baudelaire, Cioran, Maurice Leblanc, Sartre, Maupassant, Simone de Beauvoir, Beckett, Poincaré, entre muchos otros inmortales que ya no son más que nombres desdibujados sobre piedras planas.

A la vista del plano, la tumba de Cortázar no debía andar lejos, aunque resultaba imposible dar con ella. Iba mirando despreocupado los epitafios, en busca del nombre del escritor argentino, y entre tanto era insoslayable que a uno le asaltaran pensamientos un poco fatídicos entre tanto muerto. Era consciente de que pronto estaríamos todos bajo losas de piedra, aunque tales cavilaciones, lejos de entristecerle a uno, le suscitaban una cierta calma serena, que supongo que debe de ser parecida a la que le sobreviene al moribundo que oye a la muerte acechar. A veces pienso que la plena aceptación de la muerte tiene que ser la clave para la felicidad esencial, no la que tiene altibajos, sino aquélla que es sosegada y está en equilibrio, sin crestas ni valles.

Desperté de filosofías. Alcé los ojos, justo en el momento en el que el sol se abría paso a través del velo de nubes, y vi a las chicas postradas ante una tumba a lo lejos. Me dirigí hacia allí. Maluba y Laura estaba sentadas frente a la tumba de Cortázar, que está cubierta por una sobria losa de mármol blanco que reza un simple «Julio Cortázar (1914-1984)» y de la que sobresale una especie de composición de discos lisos y circulares, como burbujas de sueños que soplara un niño a través de un burbujero.


Laura llevaba para Cortázar una rosa de color oscuro y sanguinolento que había robado de otra tumba; seguramente el escritor apreciaría más esta rosa robada que otra comprada. Sobre la tumba había objetos diversos y mensajes escritos en papeles doblados, colocados bajo unas piedrecitas para que el viento no los arrastrara, que otros peregrinos habían depositado como homenaje para el muerto inmortal. Las chicas decidieron hacer lo mismo: un acto poético, escribir delante de la tumba del Maestro y declamar los versos improvisados a vuelapluma de viva voz. Entonces lamenté no haber leído nada de Cortázar. Una pena. No sabía uno qué podía escribir a Cortázar, que no dejaba de ser un desconocido.

Levanté la vista. Las chicas escribían con profusión, casi torrencialmente. Mi hoja estaba en blanco. Miré a mi alrededor, tal vez buscando algo de inspiración. Cerca de allí un anciano de luto riguroso, doliente de otras muertes, contemplaba con amargura alguna lápida. Fácilmente rondaría los noventa años. Su figura enjuta y cansada descollaba solitaria entre mausoleos, cruces, cenotafios y sepulturas. Tenía el pelo encalado y el cuerpo frágil y encogido por el peso de los años. No podía dejar de observarlo, tal vez porque me asaltó la sensación que se tiene cuando nos cruzamos con un personaje sin novela escrita. Aquel anciano, sin duda, tendría su historia, que sería novelesca, que, de poder conocerla, nos haría dejar escapar lágrimas de los ojos. Sin embargo, esa novela se quedará por escribir, quedará enterrada como tantas otras vidas bajo un lecho de piedra, hierbajos y flores. Es precisamente eso lo que decía su mirada acuosa, perdida en el suelo: lo más triste, lo más trágico de todo es pasar por este mundo sin haber dejado la huella de nuestros pasos hollada en la tierra.


El anciano se santiguó y se dio la vuelta. Andaba encorvado, con lentitud, arrastrando los pies, como si sopesara cada paso. Parecía llevar algo entre las manos a la altura del abdomen, aunque quizá fuese el estado natural de unos brazos artríticos. Al poco se detuvo y se giró. Allí quieto, se quedó contemplando la tumba que acababa de dejar unos pasos más atrás. Pasaron los minutos y entonces retomó de nuevo la marcha hacia la salida del cementerio, sólo para volver a rodearse al cabo de unos pocos metros y mirar de nuevo hacia aquel lugar. Se me partió el corazón ante la imagen de ese anciano, que no le era posible despedirse de quien tuviera allí enterrado. Otra vez volvió a alejarse un poco más, y allá en la lejanía, cuando el anciano no era más que una sombra entre las piedras, detuvo su pausado caminar, miró nuevamente hacia el mismo lugar durante unos instantes y se perdió para siempre en el mar de tumbas.



Para entonces las chicas ya habían terminado sus escritos. Los leímos uno por uno. Yo sólo había garabateado algo sobre la inmortalidad, nada de importancia. Pero cuando le llegó el turno a Laura, se emocionó y apenas pudo terminar de leer. Maluba la abrazó con ternura y ambas se dejaron llevar por el llanto. Aquello me pareció hermoso. Era un momento demasiado íntimo entre dos buenas amigas, de modo que, para no incomodarlas con mi presencia, me levanté de la tumba que me había servido de asiento y me encaminé, intrigado, en busca de otras historias, hacia el lugar que había visitado el anciano. Encontré allí una bonita lápida de granito de tonos castaños, de gran tamaño, limpia y cuidada, rodeada de pequeños arbustos y flores, y coronada por un jarrón de boca ancha copado de rosas de color rojizo, anaranjado y rosáceo. Y en el epitafio un nombre: «Simone Junieres, nacida Aubineau (1915-1993)». Una mujer. Simone. Casada. Muerta hacía catorce años. Y aquel anciano, acaso su viudo, después de tantos años de soledad, que aún no se acostumbraba a haberla dejado volar para siempre.


Viaje a París (VIII): El rincón de los amantes

Los días de año nuevo siempre amanece uno a la hora de comer, pasado de noche y cotillones, con ganas un poco de morirse. Ese primer día del año las madres saben que deben preparar, las madres saben estas cosas, una buena sopa caliente que reconforte el estómago maltratado y ninguneado durante la noche anterior, que suele haber sido larga. Pero ni aquella noche había sido larga ni aquel día de año nuevo era como los otros.

Sonó el despertador. Las diez de la mañana. A veces uno incluso maldice despertar, inconsciente de su insensatez. El albor grisáceo y cegador de la mañana se colaba por el hueco de la cortina. Oí a las chicas despertar y levantarse. Volví a recordar: París, Nochevieja, Club de la Bohème Absurda. Me quedé unos minutos más en la cama paladeando esos pensamientos, que eran imágenes sincopadas que iban y venían como un lánguido oleaje onírico, igual que resonaban en mis oídos los pasos cercanos, pero a la vez tan remotos, de Maluba y Laura. Creo que en ese momento, sin saber por qué, fui feliz. A veces la felicidad se presenta así de estúpida y patética.

El día de año nuevo se nos amaneció algo más fresco. Decidimos tomárnoslo con más calma, puesto que las jornadas anteriores ya habíamos visitado la mayoría de los enclaves señalados en el plano como obligatorios. Maluba propuso volver a alguno de los lugares en los que ya habíamos estado. Yo expresé mi deseo de regresar a los Jardines de Luxemburgo, pues el día de antes había escrutado un bonito rincón entre las sombras de los árboles que me había llamado la atención y que, debido a las prisas que llevábamos en ese momento, no había podido ver con claridad.

Los Jardines de Luxemburgo, situados en el Barrio Latino, es el parque más céntrico y popular de París, a unos cien metros de la Sorbona y del Panteón. Alberga al Palacio de Luxemburgo y al Senado francés, y fue construido en el siglo XVII para María de Médici, quien, merced a la inmensa riqueza de su familia, dueña de un banco con sucursales en toda Europa, compró poco a poco los terrenos adyacentes y los convirtió en este enorme conjunto de jardines que conocemos hoy. Todo el espacio ajardinado está salpicado aquí y allá por esculturas clásicas de divinidades griegas, fiel al estilo neoclásico de la arquitectura del palacio ubicado en el centro del recinto.



Laura y yo, en el rincón de los amantes

Cerca de uno de los laterales del palacio se encontraba la gruta que había vislumbrado el otro día. No había mucha gente, se conoce que es un rincón apartado, un paraíso cerrado para muchos. Hasta allí conduje a las chicas, que se sorprendieron gratamente, también yo, ante aquella maravilla visual. Se trataba de un largo estanque alargado longitudinalmente, que terminaba en una fuente colosal, llamada Fuente de los Médici, de varios metros de altura y motivo mitológico, flanqueado por dos hileras de árboles pelados por el invierno. En las aguas del estanque una simpática familia de patos nadaba a su aire, y en el fondo, transparente, de tintes pardos, cubierto por un lecho otoñal de hojas secas, peces oscuros. Toda la escena estaba enmohecida, manchada de decadencia, como todo en París. La fuente era de proporciones ciclópeas, tal vez por estar en ella representado el cíclope Polifemo, de mirada furibunda y titánica, que según cuenta la fábula se enamoró de una nereida, Galatea, una joven divinidad marina de gran hermosura y piel nívea que habitaba en las aguas calmas sicilianas. Sin embargo, el corazón de Galatea pertenecía al apuesto Acis, hijo del dios Pan. En una ocasión, cuando los amantes se hallaban retozando a la orilla del mar, Polifemo los descubrió. Acis, asustado, intentó huir, pero el furioso monstruo de un solo ojo le lanzó una enorme roca y lo aplastó brutalmente. Desesperada por el dolor, Galatea transformó la sangre de su amado muerto en el río Acis, que aún hoy continúa en Sicilia su curso hasta el mar, al encuentro eterno con su amada en su desembocadura.



Polifemo y los amantes

Se estaba bien allí, mientras las sombras del crepúsculo se alargaban en el suelo. Acaso en primavera, con los árboles cargados de exuberancia y verdor, el efecto será aún más espectacular, pero en invierno eran obvios su poderoso encanto y su belleza. Era uno de esos lugares tristes en los que se podría pasar uno toda la tarde escribiendo, leyendo o contemplando el vuelo de las palomas y el chapoteo de los patos sobre las aguas del estanque, tanto da, el caso era estar allí, inhalar un poco de la paz que emanaba de aquel rincón sombrío y solitario.



El rincón de los amantes en primavera