miércoles, 24 de septiembre de 2008

Viaje a París (IV): Estatuas de sal


Resurgí de los ínferos poco antes de las dos del mediodía. Lo primero que vieron mis ojos, al regresar de las profundidades de la tierra a la luz del día, fue la fuente con la estatua del Ángel Caído sometido bajo la espada flamígera y el calcañar del arcángel San Miguel. Inmediatamente me recordó a aquella otra admirable escultura del Caído en el Parque del Retiro de Madrid, la única estatua del mundo erigida en honor a Luzbel, el portador de la Luz. Esta otra, la de París, en cambio, simboliza la victoria de San Miguel, el triunfo del Bien sobre el Mal. La figura de Luzbel siempre ha ejercido una poderosa atracción sobre mí. El cristianismo deformó su representación primigenia hasta reducirla a la simple encarnación del Mal absoluto, olvidándose de libros sagrados hebreos aceptados por los Padres de la Iglesia, que se obviaron en el canon resultante del Concilio de Hipona, como el Libro de Enoch, que nos presenta a Luzbel como una suerte de Prometeo hebreo, dador del fuego de Dios a los hombres, de ahí Luzbel, portador de la Luz. La historia de la victoria del arcángel Miguel sobre el Caído, como tantas otras tradiciones apócrifas adoptadas por el cristianismo, tampoco se encuentra en la Biblia, quien tenga curiosidad que lo compruebe. Pero ahora es el momento de París.


Frente a mí, a unos cien metros, se recortaba la fachada de tonos crema de la gran catedral de Notre Dame sobre el cielo plomizo parisino. Aligeré el paso, las chicas me esperaban. Sucede que muchas veces ciertas ciudades son especiales por cuanto evocan y desentierran del imaginario colectivo de nuestro subconsciente. París forma parte de nosotros en forma de imágenes, fotografías, libros o fotogramas de películas que han quedado grabados en los sustratos del recuerdo. Por eso, al contemplarlo con los propios ojos, sin pantalla ni papel de por medio, despierta tanta admiración el monumento que uno creía de alguna forma producto de la irrealidad nebulosa de los sueños, como si se materializara delante de nosotros obedeciendo a nuestro más íntimo deseo. Y la realización de los sueños siempre hace brotar lágrimas de emoción. Entonces uno duda por un instante si no desaparecerá tal como surgió cuando le volvamos la espalda.



Un factor que no esperaba, y no por extraordinario, sino por falta de previsión, era la multitud que se agolpaba a las puertas de la catedral. Deambulé a través de la marabunta en busca de Maluba y Laura, pero resultaba inútil, aquello era un pajar de agujas. En esto vi a una chica que se subía a una especie de mojón de granito situado en medio del gentío, lo que le proporcionaba una mejor visión del panorama, y puesto que no era el único mojón disponible, y como allá donde fueres haz lo que vieres, imité a la chica, me monté en el mojón y escruté entre cientos de cabezas las de Maluba y Laura. Enseguida oí risas a mi lado. Allí estaban las dos, mirándome con cara divertida, y es que yo, allí subido, debía de ser toda una estampa. Resultó que los mojones servían para que le vieran a uno, y no al contrario.


Luego de abrazarnos por el reencuentro, y de agradecer yo a Luzbel mi buena suerte al haber dado con las chicas tan pronto, éstas me pusieron al tanto del paseo que ellas habían dado durante la mañana mientras yo llegaba. Maluba había vivido seis meses en París, así pues sería la guía natural de la expedición. Por la hora que era había que ir pensando en comer algo. Yo no había comido nada en varias horas y mi estómago empezaba a resentirse: el Heraldo de la Muerte, que le llaman los que escriben noveluchas poli­ciacas.


Tomamos el Boulevard du Palais, dejando el Ayuntamiento a nuestra derecha, y nos internamos en pleno Barrio Latino, donde nos dejamos envolver por la hermosa maraña de sus calles estrechas adornadas de Navidad y nos perdimos entre la gente, que iba y venía, cada uno con sus pensamientos y objetivos propios, con sus motivaciones y sus inquietudes, rostros efímeros como estatuas de sal que se deshacían a nuestro paso como aquella bruma de la mañana, que se confundían en su colectividad entre la masa humana que nos rodeaba. Nosotros, Maluba, Laura y yo, sólo éramos tres meras gotas de agua deseosas de disolverse felices en el océano parisino.

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