domingo, 12 de octubre de 2008

Viaje a París (XI): A la deriva

Las chicas se marcharon por la mañana temprano. Las nubes parecían pinceladas con acuarelas de tintes violáceos en el cielo cuando me despedí de ellas en la estación de autobuses que llevaban a los pasajeros al aeropuerto. Hacía un frío de mil demonios. Me quedé allí, como un pasmarote, agitando la mano al autobús que se perdía entre la niebla matinal de aquel día que comenzaba a desperezarse. Maluba y Laura, que habían contratado este viaje hacía tres meses, hicieron los trayectos de ida y vuelta a Madrid en avión, pero a uno, que acordó a última hora, no le quedaba otra que marcharse tal como había venido: tragándose sus diecisiete horas de autobús. Sin embargo, tenía que estar en la estación a la una del mediodía, y hasta entonces tenía toda la mañana por delante. Ya habría tiempo después de llorar las penas.




El Puente de Alejandro III

Me metí en el metro y creo que me quedé traspuesto un par de horas, mientras el tren me llevaba dando vueltas en círculos por París. Entonces me desperté: eran las nueve, perfecto. Necesitaba un café. Salí al exterior por la boca de metro de Invalides y crucé el Puente de Alejandro III. Encontré un bonito café al doblar una esquina de la avenida de Roosevelt, cerca de los Campos Elíseos. Estaba muy cansado, la noche no había sido pródiga en sueño, pero un buen lavado de cara con agua fría, un café y un par de bollos de leche que llevaba yo en la mochila me entonaron lo suficiente como para arrostrar la nueva jornada, la última en París. Por supuesto, casi me da un síncope cuando el estirado camarero me trajo la cuenta: cuatro euros por el café.



El Arco del Triunfo

Maluba, que nos hizo las veces de guía en nuestro tour parisino, nos había mostrado la ciudad por zonas y barrios, y he de decir que lo hizo muy bien, de manera que habíamos visto el centro de París por partes. No obstante, me apetecía recorrer el centro de la ciudad en toda su extensión, a lo largo, desde el Arco del Triunfo hasta la catedral de Notre Dame, de modo que a ello dedicaría aquella última mañana. Me hallaba en los Campos Elíseos, al lado del Arco del Triunfo, así pues encaminé tranquilamente mis pasos a lo largo de los Campos hasta la Plaza de la Concordia, aquélla que hace un par de siglos se llamara la Plaza de la Revolución, esa misma en la que fueron decapitados Luis XVI y María Antonieta. Eran aquéllos tiempos de pocas concordias. Me detuve ante el obelisco para admirarlo de cerca. Unos 3.300 años me contemplaban imponentes y orgullosos, aquellos jeroglíficos de reflejos dorados cincelados en la piedra habían visto incontables guerras.



La Plaza de la Concordia

Hubo un momento en el que me perdí, literalmente, por entre las calles anejas a la Plaza de la Concordia. Caminaba sin plano, lo había perdido hacía un par de días, sería porque su ayuda no resultaba del todo necesaria. Tampoco me importaba ir un poco a la deriva, tenía tiempo todavía incluso para perderme, de manera que tampoco pregunté a los viandantes por mi destino. Pensaba entonces en el verso aquél del poeta que decía aquello de sólo soy yo cuando estoy solo, y no le faltaba razón, uno ve la vida con otros ojos cuando está solo. No es que agradeciera la ausencia de las chicas, al contrario, más bien las echaba de menos, pero parece como si en soledad todo se viera de modo distinto, interioriza uno más las sensaciones y es capaz de absorber hasta los detalles más nimios, como si prestara más atención a cuanto le rodea. Cuando se está solo se es una isla en medio del océano, el horizonte se expande, se hace infinito.

Continué mi camino por los Jardines de las Tullerías, dejando atrás la famosa noria, mezclado entre los paseantes y las esculturas paganas de los márgenes de los pensiles. A pesar de la desolación invernal, la belleza del lugar era ciertamente poderosa, clara, enfática, apasionada, exultante e insultante. París posee una rara característica de grandiosidad que no tienen otras ciudades, salvo Roma. Rodeado de arquitectura renacentista y neoclásica, de edificios suntuosos, recargados hasta rayar el barroquismo, de estatuas clásicas y magníficas fuentes por doquier, y de vastos jardines que se extienden hasta donde la vista alcanza, uno no puede por menos de admirarse ante tanta exuberancia, sin que por ello cese la abrumadora sensación de suficiencia, altivez y desdén de una ciudad que nació con vocación de ser venerada.




Los Jardines de las Tullerías

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