miércoles, 24 de septiembre de 2008

Viaje a París (II): Un café en la estación

Siempre digo que las estaciones, sean de autobuses o de trenes, son como un pequeño teatro de la vida en tamaño reducido. Se ven personas solitarias, como uno, hombres y mujeres que buscan silenciosamente en los demás aquello de lo que carecen y que, de alguna forma, anhelan. Los hombres miran a las mujeres en mesas apartadas, mientras las mujeres hacen lo propio con los hombres que se ven sentados solos.


En el poco rato que llevo aquí, tomando café mientras espero a salir para París a las ocho de la tarde, he sorprendido a tres mujeres observándome. Eso se nota cuando levantas la cabeza del cuaderno y las ves girar la cabeza hacia cualquier lado tan rápido que uno teme que vayan a descoyuntarse el cuello. Luego ya no volverán a mirar hacia donde uno se encuentra. Supongo que la razón por la que miren a uno será por lo raro de ver a alguien escribiendo a solas en una cafetería. Lo que se sale de la normalidad atrae, eso será. Dos de ellas eran mujeres ya maduras, de unos cuarenta años, pero la última es joven, tal vez de mi edad, rubia, guapa, si la miopía no me engaña. Se le ve muy correcta, erguida en su asiento, mientras bebe pequeños sorbos tristes de su café, sujetando la taza con ambas manos. Después de haberla sorprendido en sus miradas furtivas, sus ojos no dejan de recorrer nerviosos toda la cafetería, salvo el sitio en el que estoy yo. A veces, con este tipo de chicas que se muestran tan encorsetadas, como incómodas en su piel, se le reblandece a uno un poco el corazón y le gustaría acercarse a hablar con ellas, sentarse a su lado y decirles que se relajen, que la vida es larga y no hay por qué tener prisa, que charlar con alguien siempre es buen revulsivo contra la tristeza, que yo les contaré cuentos que mitiguen su pena. Pero luego uno nunca se acerca, prefiere, o le es más fácil, escribir versos de melancolía en lugar de hacer lo que sueña, y así, quizá, la mujer de nuestra vida sea una de estas chicas que se ha cruzado ya por delante de nuestros ojos, que ha pasado ya de largo y la hemos dejado escapar por unas líneas afortunadas.


También suele haber parejas repartidas por las mesas, generalmente que no hablan entre sí, un hombre y una mujer que apenas se miran, que se esquivan la voz. En una de las mesas ella fuma un cigarrillo con la mirada perdida en el infinito de sus pensamientos, él come una empanada con los ojos fijos en las migas del plato. Seguramente estarán casados, hasta tendrán hijos, puede que lo sepan todo el uno del otro, pero son dos completos desconocidos que acaso se pregunten cada día, al despertar y rodearse en la cama, quién es esa otra persona con la que comparten su asiento en el tren de la vida.


Luego están esos dos jóvenes extranjeros, de pelo rubio nórdico, con monopatín. Cuando han llegado a la cafetería, uno de ellos caminaba como si hubiera aprendido a hacerlo ayer mismo. Marchaba con pasos cortos, arrastrando las zapatillas de deporte, con los pies hacia dentro rozando las puntas del calzado. Vestía una chupa de cuero negro salpicada de chapas y bordados brutales, unos vaqueros gastados, descoloridos y plagados de jirones, y un monopatín en la mano izquierda por todo equipaje.


Miro de nuevo el sitio de la chica rubia de antes, pero ha desaparecido. Se ha marchado y no me he dado ni cuenta. Entonces me descubro pensando en ella, preguntándome adónde habrá ido, en qué lugar pasará el fin de año. Parecía muy sola, temerosa de lo que le rodeaba. Me quedaré sin saberlo, jamás sabré de qué tenía miedo. Recordarla me ha dejado un poco más melancólico, tal vez por haberme visto reflejado en sus temores, que no dejan de ser lo míos.


Después, en la cola de facturación de equipajes, aquella otra joven misteriosa que recordaba a Audrey Hepburn, sólo que con el pelo corto tintado del rubio pálido de las cañas de trigo secadas al sol. De ropa y hechuras andróginas, aquella chica tenía la mirada azul, apagada, ausente, tan mustia que enamoraba sin querer, mientras esperaba no se sabe a qué, separada de la fila y apoyada en el poyete junto a la ventanilla de facturación. Y ese hombre que esperaba en la cola con el enorme ramo de rosas rojas que habrían de soportar un viaje de casi diecisiete horas hasta París, supongo que es por estas cosas por las que dicen que el amor todo lo puede. O aquella otra mujer argentina que hablaba por el móvil con acento canario sobre su intención de despedir el año al calor del fuego de una cabaña perdida entre las montañas escocesas. O aquel borracho con el cartón de vino blanco en una bolsa de plástico, con la cara cuarteada de demasiados desencuentros que llegaron a las manos. Siempre pasa, donde hay viajeros siempre hay un borracho, es ley natural: basta con que se pase una noche al raso para que aparezca el borrachín de turno para acompañarle a uno y hacerle el trance un poco más peculiar.


Uno no puede evitar que le asalten pensamientos trágicos sobre todo cuanto ve a su alrededor, pensamientos que hacen que se le ensombrezca un poco más el ánimo: Todas estas vidas que se cruzan, todas estas novelas sin narrador, incluida la propia, quedarán sin escribir, aunque vivirán brevemente en las líneas de este cuaderno de viaje hasta que el olvido del tiempo borre los trazos de las palabras y arrastre sus páginas como vilanos mecidos por el céfiro de primavera.


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