miércoles, 24 de septiembre de 2008

Viaje a París (III): Descensio ad inferos


Llegué a París tras diecisiete interminables horas de viaje. Dado que salimos de Madrid a las ocho de la tarde, el trayecto transcurrió en su mayor parte de noche. A la vista de la extensión del viaje, tiempo habría de dormir, de modo que al principio me afané en escribir algunas anotaciones en el cuaderno de bitácora, pero pronto, después de la cena, me invadió una sensación de abotargamiento en todo el cuerpo que me hizo abandonarme al sopor de los viajes largos. Lo que siguió fue una noche de duermevela que no parecía acabarse nunca. Desvelo intermitente por la postura incómoda del asiento. Una película inglesa de Judy Dench sobre un náufrago que resultó ser violinista. Un compañero de asiento que no conseguía dormirse y no paraba de moverse tratando de colocarse de la mejor manera posible. En una ocasión abrí los ojos, seguía la noche sin estrellas al otro lado de la ventana, y lo vi a mi lado con la frente apoyada en el asiento de delante. El pobre. La postura más inverosímil había terminado por ser la óptima. Quizá le venció el cansancio. Menos mal que yo conseguí asiento de ventanilla.


Desperté al alba. Entre las idas y venidas del sueño, a través del cristal de la ventana el amanecer se nos mostraba vestido de añil, oculto entre algodonales de bordes un poco teñidos de pesar. Los campos que atravesábamos estaban cubiertos por un manto de grisura neblinosa. La lluvia no tardaría en llegar. Aún faltarían trescientos o cuatrocientos kilómetros para llegar a París. Recuerdo que sentía los miembros adormecidos, me dolía todo el cuerpo.


Volví a despertar. Entrábamos ya en París. Miré el reloj: era casi la una del mediodía. Más de un día perdido, prácticamente, desde que había salido de Pozoblanco la mañana del día anterior. La próxima vez, si la hay, viajaré en avión. Pero no hay aviones para quien, como uno, decide las cosas a vuelapluma en el último momento. Me lo merezco.


Con el cuerpo entumecido, lo primero que hice al pisar suelo parisino fue entrar en la cafetería de la estación. Parece como si mi vida pudiera escribirse siguiendo el rastro que dejo en las cafeterías. Cuando uno viaja se da cuenta de las cosas que realmente necesita y lo que resulta superfluo, pero lo más desolador aflora en el momento en el que tiene que reconocer sus vicios, que se hacen patentes durante el viaje en la medida en que no son satisfechos. En mi caso el vicio es el café. Sin una taza caliente del oscuro néctar al comenzar el día no soy persona, sin sentir un trago de café en el gaznate que engrase los engranajes aletargados de la maquinaria siente uno que no acaba de aterrizar todavía de las etéreas regiones del sueño.


—3,65 € —me pidió el hombre de la caja registradora por el café au lait.


Me quedé de piedra, por ese precio me pido un cubata en España. Tal vez no había entendido bien, el francés lo tenía ya un tanto olvidado, aunque no tanto. Por si acaso le di un billete de cinco euros, y a la vista de lo que me devolvió se conoce que entendí bastante bien. Ni que decir que el café me supo a gloria, al menos valía como si fuera gloria calentita con sobre de azúcar y cucharilla de plástico. Entonces recibí un mensaje de Maluba y Laura: «Estamos en Notre Dame». Vaya, cambio de planes: ¿no habíamos quedado en el Louvre? Entonces calculé que para llegar al centro, donde ellas se encontraban, me llevaría alrededor de media hora en metro como mínimo, y así se lo comuniqué en el mensaje que les envié como contestación.


Me hallaba, según rezaban los carteles indicadores, en la estación de Charles de Gaulle. Entré en el metro y me monté en el primer vagón con el que me topé, uno tiene que ser un poco fiel a sí mismo con estas extravagancias. Con el vagón ya en movimiento busqué en el plano de la pared el camino más corto desde Galliéni, la parada en la que yo me había subido, hasta St. Michel-Notre Dame, que sospeché que sería la parada que a mí me interesaba.


Dicen del metro de París que es la tercera red de metro más extensa de Europa occidental, por detrás del metro de Londres y el de Madrid. Sorprende descubrir la suciedad y el descuido que invaden los pasillos, esquinas y recovecos subterráneos del métropolitain parisino, en los que incluso llega a ser desagradable el olor a cloaca, a gas o a combustible, según la estación, o la falta de iluminación, que dan a sus galerías un aspecto lúgubre y siniestro, como de catacumba. Parece inexplicable también la mala señalización en los trasbordos, con indicadores colocados en lugares invisibles, carteles señalando direcciones opuestas para un mismo destino, indicaciones a caminos cuyos pasillos terminan tras escaleras, vueltas y revueltas en una pared, todo esto en el mejor de los casos: que haya carteles. Uno debe estar ducho en tales laberintos si pretende escapar indemne sin hilos ni Ariadnas y no quiere terminar sus días de vacaciones en París deambulando en círculos bajo tierra sin poder encontrar la salida del metro. Sin duda, la primera vez que uno penetra en el metro de París y vuelve a salir a la superficie, respira el aire puro de la mañana invernal de otra forma, agradeciéndolo casi, y se acerca uno a sentirse un poco Teseo al dejar atrás aquella clara metáfora terrena de las tinieblas de los infiernos de olor a azufre.

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