miércoles, 24 de septiembre de 2008

Retales a vuelamar: Prólogo al mar


Málaga. Playa de la Malagueta. El mar ha encerrado siempre en sí un secreto, un misterio en su infinitud: esa extraña cualidad de hacernos soñar. Sentado en la arena, con los pies mojados por el vaivén tímido de las olas de la orilla, uno no puede por menos de evocar las historias de aventuras que leía cuando niño en las largas horas de siesta estival, cuando nadie le veía. Entonces, aquel niño abría el libro otra vez por la página marcada el día anterior y volvía a embarcarse como cada tarde en el Covenant de Stevenson para volver a naufragar agarrado a una tabla salvavidas en alguna isla misteriosa como las de Verne.


Uno sigue siendo el niño aquel, aunque ahora tenga veinticuatro años, y donde otros verían, al igual que yo los veo delante de mí, tres simples maderos desperdigados por la playa, yo veo los restos de un gran naufragio, de un antiguo barco que encalló en las proximidades de la Malacca fenicia cuando seguía la ruta de cabotaje camino de Gadir, o tal vez de una galera romana perseguida por los piratas del Mediterráneo que no logró llegar al puerto malacitano. Si no fuese porque uno sabe que la madera no sobrevive, sino que se degrada y se diluye en el mar de los años, estos maderos podridos bien podrían ser trozos del mástil del bergantín en el que uno se hubiese enrolado de haber nacido dos siglos antes. Por eso el mar ha hecho soñar a los hombres durante milenios, porque el mar es el símbolo de lo infinito, de lo inalcanzable, de lo inextricable, de todo aquello que está más allá de nuestro entendimiento, y, por tanto, y desde siempre, de lo divino. Si pudiera asomarme a la inmensidad del universo, yo creo que lo haría así, como estoy ahora, sentado en la orilla, como lo hicieron los antiguos, escrutando la línea del horizonte, desdibujada por las nubes oscuras de un cielo plateado de finales de octubre, en busca de lo desconocido, en pos de sueños inciertos que acaso nunca dejen de ser eso, sueños en tierra firme. Pues sólo para aquellos de corazón bravo está hecho el mar, sólo para aquellos que no se arredran ante lo ignoto, ante la infinitud y la remota lejanía de los sueños irrealizables, está hecho el mar.


Y uno, mientras hace acopio de bravura para el propio corazón, se conforma con tener al menos los pies sumergidos en el mar, pero bien asentado en tierra, escudriñando en lontananza los difusos confines de inacabables olas que vienen y van, cuando lo que tanto busca acaso esté en las sombrías aguas abisales del alma.


Es una sensación desasosegante el mirar desde la costa el inabarcable mar azul en calma, sabiendo que está uno sobre la misma arena que pisaron tantos hombres antes que uno, siglos y siglos antes que uno, hombres que contemplaron aquellas mismas aguas, que entonces tenían otros nombres que el inexorable paso del tiempo fue borrando, igual que borrará nuestro recuerdo de la memoria de aquellos que en otro siglo vean la vida pasar desde aquella playa, que ya tendrá otro nombre, distinto, como distintas serán las palabras de admiración que pronuncien sobrecogidos por su belleza, pues las nuestras se las habrá llevado la caprichosa brisa del ocaso.

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