miércoles, 24 de septiembre de 2008

Viaje a París (VI): El Club de la Bohème Absurda

El sueño fue reparador. Después de algo más de treinta y seis horas sin probar una cama, uno se deja caer sobre el lecho, sea cual sea, como si fuese entre mullidos algodonales celestiales. Las chicas creo que se ducharon, pero para entonces ya había yo fundido en negro sin remisión.


Sonó la alarma del despertador. Ocho horas de sueño nunca han sido suficientes. Maluba y Laura se levantaron. Yo pedía árnica y cinco minutos más. Nada, tuve que meterme debajo de la ducha casi a rastras, mientras ellas preparaban los bocadillos.


¿Dónde me encontraba? Lo recordé: en París, con aquellas dos chicas que apenas conocía. Creo que fue entonces, bajo el agua tibia de la ducha, la primera vez que fui plenamente consciente de la situación. Un suspiro.


Día de San Silvestre. Empezamos por Montmartre, antaño refugio de escritores y artistas fracasados, residencia de otros tantos triunfadores, como Picasso, lugar de cafés y tertulias, de líos de faldas y borracheras que han pasado a la Historia. Nada más llegar todo eso se huele en el aire, pues resulta tan característico su aroma como aquél un poco rancio de las iglesias, ése que nos advierte que entramos en un viejo recinto sagrado, un sanctasanctórum de la Bohemia, y eso los soñadores, como uno, lo agradecen.


Montmartre se construyó sobre una colina, cuya cima está coronada por el Sagrado Corazón, una de las construcciones más emblemáticas de París, aunque también es un barrio conocido por ser zona comercial típicamente parisina, en la que pueden encontrarse cafés, restaurantes y lugares de diversión nocturna como el Molino Rojo y la Place du Tertre. Nos perdimos entre la gente por las calles que circundaban la Place du Tertre, entre músicos al aire libre, artistas callejeros, pintores de brocha, de pincel, de espátula, al carboncillo, con esponja, al pastel, al óleo, a la cera, a la acrílica, en lienzo, en papel, con marcos, sin marcos, caricaturistas, retratistas, calígrafos, tiendas de suvenires, calles angostas y empedradas, policías en bicicleta, cuestas arriba, cuestas abajo, todo atestado de gente, todos extranjeros, que se cruzaban una y otra vez, que subían, que bajaban, que compraban, que se retrataban, que se caricaturizaban, que se sacaban fotografías con los pintores, los músicos, los cuadros, las tiendas, los cafés y todo cuanto resultara curioso al turista.




Place du Tertre


Y de repente la nada. Salimos a una calle desierta, no se veía un alma, sólo una mujer mayor subiendo tranquilamente la cuesta con la bolsa del pan, algún coche aparcado en la acera y unos árboles al fondo, mecidos por el viento. El tiempo pareció detenerse. Como si fuéramos los primeros viajeros que pisaban aquel suelo. Por supuesto, no nos volvimos sobre nuestros pasos, sino que nos miramos, sonreímos y nos internamos en aquel mundo nuevo que se mostraba virgen y en toda su plenitud ante nosotros. Esto era la realidad, la cotidianeidad, la rutina, el corazón de Montmartre: esa mujer con la compra de regreso a su casa, el coche y los árboles. Pero sobre todo el silencio. No lo que habíamos dejado atrás, eso era el ruido del circo, un teatro para niños ya talludos, un parque temático. Así es como yo lo veo al menos, supongo que será eso lo que nos diferencia a los viajeros de los turistas.




Maluba y James Bond, al fondo el Sagrado Corazón


Seguimos un poco sin rumbo, y así fueron apareciendo ante nuestros ojos, sin buscarlos, los rincones secretos de Montmartre. A la vuelta de una esquina nos sorprendió el Molino Radet; tras otra, casas de paredes de enredadera, algunas medio derruidas, decadentes, abandonadas; más adelante, el Castillo de las Nieblas; algunos cafés solitarios y sin clientela; y el Sagrado Corazón para culminar. En un momento dado, ante la contemplación del cartel dorado de un café llamado La Bohème, seducidos por el hechizo del lugar y embriagados de intelectualidad y surrealismo, decidimos fundar allí mismo, las chicas y yo, entre risas, lo que dimos en llamar el Club de la Bohème Absurda: un grupo de viajeros, de escritores, de artistas, de bon-vivants, deseosos de vivir y beberse la vida, que no es poco.



Delante de la basílica un hombre tocaba el arpa. A su alrededor se había formado una conglomeración de gente que asistía visiblemente emocionada al concierto. Sus rostros estaban relajados, las facciones eran el fiel reflejo de la serenidad. Y a mí me pasó lo mismo, pues soy bastante sensible a la música callejera, más aún la de cuerda. De hecho fue una epifanía musical callejera, hace ahora justo un año, la que me alentó a comenzar este cuaderno de bitácora. Pronto entré un poco en éxtasis, en un dulce trance al compás de las notas que el músico dejaba escapar del arpa, mientras Maluba se dedicaba a sacarme fotografías durante mi proceso catártico. Se ve un bonito panorama desde aquella altura, París se le ofrece majestuoso al observador en toda su extensión. Lástima que la nubosidad de aquel día velara de blanco el lienzo.




Durante la epifanía del arpa, al fondo el lienzo velado de blanco


No podíamos olvidar que aquella noche era Nochevieja, y aunque no habíamos ido a París de fiesta, sí que se nos tenía reservada una pequeña aventura que nunca olvidaríamos. No obstante, antes de que oscureciera, aún tuvimos tiempo aquella jornada para tomar crêpes en un café típico de estampa parisina y dar largos paseos por las Tullerías, la Ópera, la Plaza Vendôme, los Jardines de Luxemburgo, el Senado, el Boulevard Saint-Michel, el Panteón, la Rue Mouffetard, el Barrio Latino y sus alrededores.

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